Letras tu revista literaria

sábado, 22 de febrero de 2014

El otro lado


Autor Salvador Moreno Valencia



Suena el despertador. Cada mañana es idénticamente el mismo sonido como si se tratara de la misma secuencia anterior: la del día de ayer, que quizá hoy se repita, con la misma cadencia del tictac que acompasa el ritmo cardíaco de Antoine que se levanta nada más oír el rinrin.

En la cama queda dormida su amada compañera estirada a todo lo largo y ancho del globo terráqueo en el que el sol todavía no acaba de nacer. Antoine entra en el baño, abre el grifo de agua fría y siente el contacto del chorro helado sobre su frente que ha alzado cerrando los ojos mirando en su pensamiento un tronco de un vetusto sauce que llora la tragedia humana. Cinco minutos y el mundo parece haber frenado de golpe y lanzado a otra dimensión a todo cuanto lo habita.

Sale del baño todavía mojado y se dirige al balcón donde cada mañana realiza el mismo ritual: abrir las persianas como si de banderas se tratara y un himno inaudible colocara en formación a un millar de ejemplares soldados dispuestos a ganarse el pan matando.

Él sabe que es observado desde algún lugar que no podría determinar, pero siente la mirada que lo recorre en la totalidad de su cuerpo desnudo, y este pensamiento le produce una excitación en la que su pene acaba de alzarse como un rebelde insolente.

Entra tras haber subido las persianas para dejar paso a la luz matinal, y recorre el pasillo con un fin, con el mismo objetivo de cada mañana, como si él fuera el mismo reloj despertador que cada día suena ajeno a todos los objetos que lo rodean.

Ella, la compañera pacientemente lo espera como cada mañana cuando regresa de izar las banderas al alba, inhiesto mástil que hará ondear sus banderas al aire. Tras el sexo, ambos van a la ducha y juntos reciben la lluvia purificadora como si con ella quisieran desprenderse del recuerdo invocando a los dioses para que limpien las impurezas del pasado.

Suena el despertador. Cada mañana es idénticamente el mismo sonido como si se tratara de la misma secuencia anterior: la del día de ayer, que quizá hoy se repita, con la misma cadencia del tictac que acompasa el ritmo cardíaco de Margarit que se levanta nada más oír el rinrin.

En la cama queda dormido su amado compañero estirado a todo lo largo y ancho del globo terráqueo en el que el sol todavía no acaba de nacer. Margarit entra en el baño, abre el grifo de agua fría y siente el contacto del chorro helado sobre su frente que ha alzado cerrando los ojos mirando en su pensamiento un tronco de un vetusto sauce que llora la tragedia humana. Cinco minutos y el mundo parece haber frenado de golpe y lanzado a otra dimensión a todo cuanto lo habita.

Sale del baño todavía mojada y se dirige al balcón donde cada mañana realiza el mismo ritual: abrir las persianas como si de banderas se tratara y un himno inaudible colocara en formación a un millar de ejemplares soldados dispuestos a ganarse el pan matando.

Ella sabe que es observada desde algún lugar que no podría determinar, pero siente la mirada que la recorre en la totalidad de su cuerpo desnudo, y este pensamiento le produce una excitación en la que su vagina se humedece como una amapola  bajo el manto del rocío.

Entra tras haber subido las persianas para dejar paso a la luz matinal, y recorre el pasillo con un fin, con el mismo objetivo de cada mañana, como si ella fuera el mismo reloj despertador que cada día suena ajeno a todos los objetos que lo rodean.

Él, el compañero pacientemente la espera como cada mañana cuando regresa de izar las banderas al alba, húmedo arroyo donde se adentrará como un aventurero. Tras el sexo, ambos van a la ducha y juntos reciben la lluvia purificadora como si con ella quisieran desprenderse del recuerdo invocando a los dioses para que limpien las impurezas del pasado.

Los mecanismos en la cocina. Parecen seguir el mismo ritual que los actos anteriormente llevados a cabo. Antoine prepara el desayuno con parsimonioso ceremonial como si este desayuno y todos los desayunos se fundieran en uno mismo o como si cada movimiento formara parte de un todo inexplicable.

Cada uno de ellos tiene una función que parece aprehendida desde inmemorables siglos: un acto que no necesita juicio alguno. Como seres robotizados ella prepara las tostadas, él el té y los cereales; ella la bandeja y las tazas; él sirve el té humeante dejando reposar el de ella unos minutos más. Luego el resto es una repetición de secuencias. Uno frente al otro imaginando o programando su día. Ella se dirigirá a su trabajo como cada mañana. El beso en la puerta, la mirada evasiva, el hasta la tarde y te llamo. Él quedará en casa, hará su trabajo e intentará escribir un libro que hace tiempo en su mundo de las ideas anda rondando y cada día con más ímpetu llama a la puerta de Antoine. Cuando abre la misma ante él hay una figura entrañable: un pequeño niño de rizados cabellos que porta en su mano derecha casi de su tamaño un planeta en el que un árbol extraño vierte su sombra amable y hospitalaria como aquella de la higuera donde se sentara el padre de todos los mitos.

Cuando Antoine no encuentra inspiración o el niño pequeño con su planeta no viene a buscarle, recuerda a su amigo Julio que le decía: “Antoine, cuando al escritor no le vienen las ideas, lo mejor que hace es destensar el arco y salir a tomar unos vinos con los amigos”. Y él sigue el consejo y sin dibujar una rayuela sale de casa porque sabe que está pronto el encuentro que cada día se produce en el ascensor.

Los mecanismos en la cocina. Parecen seguir el mismo ritual que los actos anteriormente llevados a cabo. Margarit prepara el desayuno con parsimonioso ceremonial como si este desayuno y todos los desayunos se fundieran en uno mismo o como si cada movimiento formara parte de un todo inexplicable.

Cada uno de ellos tiene una función que parece aprehendida desde inmemorables siglos: un acto que no necesita juicio alguno. Como seres robotizados él prepara las tostadas, ella el té y los cereales; él la bandeja y las tazas; ella sirve el té humeante dejando reposar el de él unos minutos más. Luego el resto es una repetición de secuencias. Uno frente al otro imaginando o programando su día. Él se dirigirá a su trabajo como cada mañana. El beso en la puerta, la mirada evasiva, el hasta la tarde y te llamo. Ella quedará en casa, hará su trabajo e intentará escribir un libro que hace tiempo en su mundo de las ideas anda rondando y cada día con más ímpetu llama a la puerta de Margarit. Cuando abre la misma ante ella hay una figura entrañable: Buscaminas que ha regresado con vida a la campiña.

Cuando Margarit no encuentra inspiración o Buscaminas no viene a buscarla, recuerda a su amiga Virginia que le decía: “Margarit, cuando a la escritora no le vienen las ideas, lo mejor que hace es dejarlo por un rato y salir a pasar las horas, quizá bajar hasta el río, y allí contemplar las piedras, o intentar ser una de ellas”. Y ella sigue el consejo y sin mirar las horas en ningún reloj sale de casa porque sabe que está pronto el encuentro que cada día se produce en el ascensor.

El ascensor como el origen del mundo.
¿Qué pensaría este hombre con el que cada día me encuentro en el ascensor si le dijera lo que pienso?
¿Qué pensaría esta mujer si una mañana  en un arrojo de valentía le propongo que sea mi amante?
En la puerta del cuarto piso se detiene el aparato, y tras abrirse él sufre una especie de conmoción como si un hormiguero se le hubiera instalado en sus rodillas, en su estómago y su cabeza. Miles de hormigas correteando veloces sus venas.
Se miran. No hablan. Se observan detenidamente y discretamente. Se espían mutuamente como si el uno quisiera descubrir los mundos del otro y viceversa. Dos mundos inconexos, dos realidades separadas con un único denominador común: físico y real, la materia con la que está construido el elevador que en lugar de dirigirlos a algún paraíso en un paisaje celestial, allá arriba, los conduce hacia el infierno de la planta baja donde la luz del sol hace tiempo emigró a otros rellanos más prósperos, allá abajo.

No sé cómo se lo diré, piensa ella mientras disimuladamente y dejando salir una nerviosa tosecilla, le mira los ojos, a él, a ese hombre con el que le gustaría salir a pasear. Nada más que pasear, no necesito más, quizá sin palabras como ahora, las palabras, ay, qué estragos llegan a hacer si se las tergiversa; por eso sólo quiero que él pasee junto a mí, sí, por la orilla del mar de los etruscos… Sus deseos galopan más a prisa conforme el ascensor que no asciende sino que desciende va llegando a su destino: el infierno de verlo ir hacia la otra parte a la que ella se dirige siempre con una costumbre adquirida como si en el fondo ella, la mujer de las piedras y de las horas, lee, o escribe buscando la posibilidad de no matar al pobre Buscaminas.

El ascensor como el origen del mundo.
¿Qué pensaría esta mujer con la que cada día me encuentro en el ascensor si le dijera lo que pienso?
¿Qué pensaría este hombre si una mañana  en un arrojo de valentía le propongo que sea mi amante?
En la puerta del cuarto piso se detiene el aparato, y tras abrirse ella sufre una especie de conmoción como si un hormiguero se le hubiera instalado en sus rodillas, en su estómago y su cabeza. Miles de hormigas correteando veloces sus venas.
Se miran. No hablan. Se observan detenidamente y discretamente. Se espían mutuamente como si el uno quisiera descubrir los mundos del otro y viceversa. Dos mundos inconexos, dos realidades separadas con un único denominador común: físico y real, la materia con la que está construido el elevador que en lugar de dirigirlos a algún paraíso en un paisaje celestial, allá arriba, los conduce hacia el infierno de la planta baja donde la luz del sol hace tiempo emigró a otros rellanos más prósperos, allá abajo.

No sé cómo se lo diré, piensa él mientras disimuladamente y dejando salir una nerviosa tosecilla, le mira los ojos, a ella, a esa mujer con la que le gustaría salir a pasear. Nada más que pasear, no necesito más, quizá sin palabras como ahora, las palabras, ay, qué estragos llegan a hacer si se las tergiversa; por eso sólo quiero que ella pasee junto a mí, sí, por la orilla del mar Tirreno… Sus deseos galopan más a prisa conforme el ascensor que no asciende sino que desciende va llegando a su destino: el infierno de verla ir hacia la otra parte a la que él se dirige siempre con una costumbre adquirida como si en el fondo él, el hombre, buscara un mundo mejor para poder ubicar a su principito con su gran baobab.


Caminos separados. Ahora al salir ambos se miraran furtivamente y seguirán su camino como atraídos por un enorme imán que los somete a su fuerza invisible pero de la que es imposible escapar.
Cómo me gustaría que me acompañaras, piensa él pero tímidamente le dirige un pequeño gesto, algo que podría parecer un sí, un leve asentimiento como si aceptase la propuesta que ella le acaba de hacer, también, en su pensamiento.
¿Quieres venir conmigo a pasear?, piensa ella y le dedica una leve mirada con un guiño que apenas es perceptible y luego se dirige hacia el este, él hacia el oeste y pensando ambos en los mitos platónicos alimentan la esperanza de encontrase nuevamente, mañana, como cada día, con esa ceremonia casi ritual.

Buscaminas lo ve allí, a unos cien metros. Es pequeño, y parece triste, pero a esa distancia es difícil distinguir algo tan cercano como una emoción, así que decide acercarse y cuando está ya casi a su altura, escucha que el niño llora, llora desconsoladamente y sin poder moverse le señala a Buscaminas el gran árbol caído cuyas hojas han sido calcinadas. Buscaminas se sienta al lado de la criatura que no cesa en su llanto, y ambos, sin saber por qué miran al gran árbol que también llora.
Los hombres han perdido la razón, dice Buscaminas en su tímido intento de consolar a su nuevo amigo.

¿Crees que alguna vez esta les asistió?, responde el niño en el que las lágrimas acaban de convertirse en sal.