Letras tu revista literaria

martes, 18 de noviembre de 2014

La ficción como arma para combatir la “realidad”

 La vida es como montar en bicicleta,
para conservar el equilibrio debes estar en movimiento...
”.
Albert Einstein.


La ficción para combatir la realidad, esa es la cuestión, pero ¿qué realidad? ¿La que nos imponen? ¿Realidad de realidades?
La ciclista de las soluciones imaginarias, última novela del escritor venezolano Edgar Borges (afincado en España desde hace más de una década), nos muestra una forma diferente de enfrentar esa realidad impuesta. Borges encuentra en la ficción el arma para combatir la apatía, la desidia, la pereza de lo cotidiano. Esta novela, es, a mi modo de entender la ficción que en ella se plantea, una bomba de relojería, un llamado, un grito para denunciar, para hacernos ver lo terrible de esa “realidad impuesta”, en la que una gran mayoría cae, y en la que una gran mayoría vive sin más planteamiento que el de dejarse someter, por aquello de que es más cómodo dejarse llevar por la inercia que combatir la imposición.
Podemos citar a Platón, por ejemplo y su dilema de cuál es la naturaleza de la verdadera realidad (Lo real es lo que no vemos, y lo que vemos es solo la apariencia, una falsa realidad.” ), para entender el mundo que recrea Edgar Borges en su novela, un barrio donde se genera un conflicto con la aparición de una ciclista que lucha por mostrar otra realidad, podríamos decir que la ciclista nos lleva al mundo de las ideas, según Platón, ese lugar donde lo aparente no es realmente lo que sucede.
En esta novela Borges, nos sitúa ante un mundo, una sociedad que ha perdido cualquier sentido de lo real (según la idea), porque la idea prevalece, y como el poder que pretende controlar al individuo, lo sabe, pone todos los medios que tiene a su alcance para destruir la idea, para acabar con el pensamiento, creando con sus mecanismos seres autómatas que han perdido el rumbo (el camino del bosque, y el bosque en sí), ese bosque que los bosquimanos perdieron, y que el señor Silva busca a través de ese laberinto de callejuelas “trabajo al final de una callejuela picando piedras para construir otra callejuela”, nos dice en un pasaje de esta novela, el ser humano construyendo su propio laberinto del que no podrá salir porque ha perdido la idea, o lo que es lo mismo, la base de toda realidad, de lo que se esconde tras lo aparente. El señor Silva padece el mal de la mirada trastocada, que podríamos definir como que su mirada está dotada de ese elemento tan necesario para la observación, como es el pensamiento que nos lleva a reflexionar sobre lo que vemos, que nos lleva a profundizar en la cuestión del porqué de las cosas, a buscar la razón por la que las cosas ocurren y a no dejarnos llevar por la inercia del no pensamiento, del aletargamiento en el que parece haber sucumbido el ser humano moderno.
Ibsen lo dejó claro en su obra, y se enfrentó a la “realidad impuesta”, y establecida como herramienta para doblegar, para desnaturalizar al ser humano, para convertirlo en un idiota que no se plantea el por qué hace todos los días el mismo recorrido de su casa al trabajo y viceversa, pero no solo Ibsen afronta este tema, también Faulkner lo hace en sus novelas, describiendo a unos seres totalmente ajenos al llamado del sentido común y la razón, seres enajenados de todo raciocinio que irán cual burro con orejeras en busca de la zanahoria, la que el poder pone ante sus ojos, pero que nunca llegarán a alcanzar.
Hace algún tiempo leí un ensayo que hablaba de la perversidad del consumismo, y de sus templos de “oración”, esos mega centros comerciales donde se nos muestra una infinidad de objetos, que parecen estar a nuestro alcance siempre, y que nos nublan la visión, porque nos hacen creer que podemos adquirirlos en cualquier momento de nuestras vidas, aunque para ello tengamos que sacrificar éstas, ante el poderoso, y arrodillarnos para recibir el óbolo que nos ofrece a un precio tan grande, la misma libertad, el mismo pensamiento, entregar la mirada, la capacidad de observación, la cualidad del sentido crítico, la rebeldía, en definitiva entregarnos al mayor postor con obediencia y servidumbre, además de mansedumbre. Esa es la “otra realidad”, la que nos enseña Borges en esta novela, la cara oculta de un barrio, que no quiere que nada ni nadie altere sus costumbres, porque sienten el vértigo de lo desconocido, de esa otra realidad “el bosque”, que les fue arrebatada, el contacto con la raíz, con la base, con la tierra, “si un árbol pierde su raíz, muere”, pero el ser humano que pierde la suya, también muere y entrega su vida a esos garantes de esa “su” realidad, el dogma, “esto es lo que realmente existe, y no debemos plantearte otra posibilidad”, y de hacerlo, como hace el señor Silva, se enfrenta a “un veneno, la cárcel o el manicomio”, como salidas por su afrenta a los vecinos del barrio de callejuelas, donde todos trabajan al final de una callejuela picando piedra para seguir construyendo callejuelas con el fin de alejarlos, cada vez más, del bosque, de la raíz que los hace seres racionales, seres humanos, seres con libre albedrío dispuestos a luchar contra esa “realidad establecida” por los creadores de realidades: los poderes: político, militar, religioso y judicial.
“Para cada quien una salida diferente”, nos dice Edgar Borges en su novela, como si una condena no escrita estuviera instituida en el imaginario colectivo del barrio, que no permitirá que nada ni nadie cambie “su realidad impuesta”.
Albert Einstein dijo: La vida es como montar en bicicleta, para conservar el equilibrio debes estar en movimiento...”. Y Edgar Borges en La ciclista de las soluciones imaginarias nos invita, no solo a montar en bicicleta, sino a enfrentar la “realidad” a través de la ficción, para vencer al opresor.



El autor de La ciclista de las soluciones imaginarias es:

Edgar Borges
Es autor de obras de ficción y de ensayos
periodísticos que cuestionan la lógica
de una realidad uniforme.

Edgar Borges (Caracas, Venezuela, 1966) reside en España desde el 2007. Es autor de obras de ficción y de ensayos periodísticos que cuestionan la lógica de una realidad uniforme. Entre sus libros se cuentan¿Quién mató a mi madre? (finalista del Premio Internacional de Novela Ciudad Ducal de Loeches, en el 2008); La contemplación (Premio Internacional de Novela Albert Camus, en el 2010); Crónicas de bar(2011); El hombre no mediático que leía a Peter Handke (beca de residencia La Rectoría, en el 2012) yVínculos. Apuntes con Rubén Blades (2013). Parte de su obra ha sido traducida al inglés, el italiano y el portugués. Destacados escritores y críticos han coincidido en que se trata de uno de los narradores latinoamericanos más importantes de las últimas generaciones. Sus historias se mueven, turbulentas, en espacios cerrados, como si con su ficción pretendiera implosionar cualquier realidad absoluta.
La ciclista de las soluciones imaginarias es una fábula sobre el condicionamiento de la imaginación de los adultos.

sábado, 9 de agosto de 2014

Vídeo-lectura

Hace tiempo que no subía contenidos al blog, ahora os dejo esta lectura en vídeo que he realizado de dos poemas titulados "Deseo hacerlo" y  "Rozando la locura" de mi poemario Amante cibernética.

sábado, 22 de febrero de 2014

El otro lado


Autor Salvador Moreno Valencia



Suena el despertador. Cada mañana es idénticamente el mismo sonido como si se tratara de la misma secuencia anterior: la del día de ayer, que quizá hoy se repita, con la misma cadencia del tictac que acompasa el ritmo cardíaco de Antoine que se levanta nada más oír el rinrin.

En la cama queda dormida su amada compañera estirada a todo lo largo y ancho del globo terráqueo en el que el sol todavía no acaba de nacer. Antoine entra en el baño, abre el grifo de agua fría y siente el contacto del chorro helado sobre su frente que ha alzado cerrando los ojos mirando en su pensamiento un tronco de un vetusto sauce que llora la tragedia humana. Cinco minutos y el mundo parece haber frenado de golpe y lanzado a otra dimensión a todo cuanto lo habita.

Sale del baño todavía mojado y se dirige al balcón donde cada mañana realiza el mismo ritual: abrir las persianas como si de banderas se tratara y un himno inaudible colocara en formación a un millar de ejemplares soldados dispuestos a ganarse el pan matando.

Él sabe que es observado desde algún lugar que no podría determinar, pero siente la mirada que lo recorre en la totalidad de su cuerpo desnudo, y este pensamiento le produce una excitación en la que su pene acaba de alzarse como un rebelde insolente.

Entra tras haber subido las persianas para dejar paso a la luz matinal, y recorre el pasillo con un fin, con el mismo objetivo de cada mañana, como si él fuera el mismo reloj despertador que cada día suena ajeno a todos los objetos que lo rodean.

Ella, la compañera pacientemente lo espera como cada mañana cuando regresa de izar las banderas al alba, inhiesto mástil que hará ondear sus banderas al aire. Tras el sexo, ambos van a la ducha y juntos reciben la lluvia purificadora como si con ella quisieran desprenderse del recuerdo invocando a los dioses para que limpien las impurezas del pasado.

Suena el despertador. Cada mañana es idénticamente el mismo sonido como si se tratara de la misma secuencia anterior: la del día de ayer, que quizá hoy se repita, con la misma cadencia del tictac que acompasa el ritmo cardíaco de Margarit que se levanta nada más oír el rinrin.

En la cama queda dormido su amado compañero estirado a todo lo largo y ancho del globo terráqueo en el que el sol todavía no acaba de nacer. Margarit entra en el baño, abre el grifo de agua fría y siente el contacto del chorro helado sobre su frente que ha alzado cerrando los ojos mirando en su pensamiento un tronco de un vetusto sauce que llora la tragedia humana. Cinco minutos y el mundo parece haber frenado de golpe y lanzado a otra dimensión a todo cuanto lo habita.

Sale del baño todavía mojada y se dirige al balcón donde cada mañana realiza el mismo ritual: abrir las persianas como si de banderas se tratara y un himno inaudible colocara en formación a un millar de ejemplares soldados dispuestos a ganarse el pan matando.

Ella sabe que es observada desde algún lugar que no podría determinar, pero siente la mirada que la recorre en la totalidad de su cuerpo desnudo, y este pensamiento le produce una excitación en la que su vagina se humedece como una amapola  bajo el manto del rocío.

Entra tras haber subido las persianas para dejar paso a la luz matinal, y recorre el pasillo con un fin, con el mismo objetivo de cada mañana, como si ella fuera el mismo reloj despertador que cada día suena ajeno a todos los objetos que lo rodean.

Él, el compañero pacientemente la espera como cada mañana cuando regresa de izar las banderas al alba, húmedo arroyo donde se adentrará como un aventurero. Tras el sexo, ambos van a la ducha y juntos reciben la lluvia purificadora como si con ella quisieran desprenderse del recuerdo invocando a los dioses para que limpien las impurezas del pasado.

Los mecanismos en la cocina. Parecen seguir el mismo ritual que los actos anteriormente llevados a cabo. Antoine prepara el desayuno con parsimonioso ceremonial como si este desayuno y todos los desayunos se fundieran en uno mismo o como si cada movimiento formara parte de un todo inexplicable.

Cada uno de ellos tiene una función que parece aprehendida desde inmemorables siglos: un acto que no necesita juicio alguno. Como seres robotizados ella prepara las tostadas, él el té y los cereales; ella la bandeja y las tazas; él sirve el té humeante dejando reposar el de ella unos minutos más. Luego el resto es una repetición de secuencias. Uno frente al otro imaginando o programando su día. Ella se dirigirá a su trabajo como cada mañana. El beso en la puerta, la mirada evasiva, el hasta la tarde y te llamo. Él quedará en casa, hará su trabajo e intentará escribir un libro que hace tiempo en su mundo de las ideas anda rondando y cada día con más ímpetu llama a la puerta de Antoine. Cuando abre la misma ante él hay una figura entrañable: un pequeño niño de rizados cabellos que porta en su mano derecha casi de su tamaño un planeta en el que un árbol extraño vierte su sombra amable y hospitalaria como aquella de la higuera donde se sentara el padre de todos los mitos.

Cuando Antoine no encuentra inspiración o el niño pequeño con su planeta no viene a buscarle, recuerda a su amigo Julio que le decía: “Antoine, cuando al escritor no le vienen las ideas, lo mejor que hace es destensar el arco y salir a tomar unos vinos con los amigos”. Y él sigue el consejo y sin dibujar una rayuela sale de casa porque sabe que está pronto el encuentro que cada día se produce en el ascensor.

Los mecanismos en la cocina. Parecen seguir el mismo ritual que los actos anteriormente llevados a cabo. Margarit prepara el desayuno con parsimonioso ceremonial como si este desayuno y todos los desayunos se fundieran en uno mismo o como si cada movimiento formara parte de un todo inexplicable.

Cada uno de ellos tiene una función que parece aprehendida desde inmemorables siglos: un acto que no necesita juicio alguno. Como seres robotizados él prepara las tostadas, ella el té y los cereales; él la bandeja y las tazas; ella sirve el té humeante dejando reposar el de él unos minutos más. Luego el resto es una repetición de secuencias. Uno frente al otro imaginando o programando su día. Él se dirigirá a su trabajo como cada mañana. El beso en la puerta, la mirada evasiva, el hasta la tarde y te llamo. Ella quedará en casa, hará su trabajo e intentará escribir un libro que hace tiempo en su mundo de las ideas anda rondando y cada día con más ímpetu llama a la puerta de Margarit. Cuando abre la misma ante ella hay una figura entrañable: Buscaminas que ha regresado con vida a la campiña.

Cuando Margarit no encuentra inspiración o Buscaminas no viene a buscarla, recuerda a su amiga Virginia que le decía: “Margarit, cuando a la escritora no le vienen las ideas, lo mejor que hace es dejarlo por un rato y salir a pasar las horas, quizá bajar hasta el río, y allí contemplar las piedras, o intentar ser una de ellas”. Y ella sigue el consejo y sin mirar las horas en ningún reloj sale de casa porque sabe que está pronto el encuentro que cada día se produce en el ascensor.

El ascensor como el origen del mundo.
¿Qué pensaría este hombre con el que cada día me encuentro en el ascensor si le dijera lo que pienso?
¿Qué pensaría esta mujer si una mañana  en un arrojo de valentía le propongo que sea mi amante?
En la puerta del cuarto piso se detiene el aparato, y tras abrirse él sufre una especie de conmoción como si un hormiguero se le hubiera instalado en sus rodillas, en su estómago y su cabeza. Miles de hormigas correteando veloces sus venas.
Se miran. No hablan. Se observan detenidamente y discretamente. Se espían mutuamente como si el uno quisiera descubrir los mundos del otro y viceversa. Dos mundos inconexos, dos realidades separadas con un único denominador común: físico y real, la materia con la que está construido el elevador que en lugar de dirigirlos a algún paraíso en un paisaje celestial, allá arriba, los conduce hacia el infierno de la planta baja donde la luz del sol hace tiempo emigró a otros rellanos más prósperos, allá abajo.

No sé cómo se lo diré, piensa ella mientras disimuladamente y dejando salir una nerviosa tosecilla, le mira los ojos, a él, a ese hombre con el que le gustaría salir a pasear. Nada más que pasear, no necesito más, quizá sin palabras como ahora, las palabras, ay, qué estragos llegan a hacer si se las tergiversa; por eso sólo quiero que él pasee junto a mí, sí, por la orilla del mar de los etruscos… Sus deseos galopan más a prisa conforme el ascensor que no asciende sino que desciende va llegando a su destino: el infierno de verlo ir hacia la otra parte a la que ella se dirige siempre con una costumbre adquirida como si en el fondo ella, la mujer de las piedras y de las horas, lee, o escribe buscando la posibilidad de no matar al pobre Buscaminas.

El ascensor como el origen del mundo.
¿Qué pensaría esta mujer con la que cada día me encuentro en el ascensor si le dijera lo que pienso?
¿Qué pensaría este hombre si una mañana  en un arrojo de valentía le propongo que sea mi amante?
En la puerta del cuarto piso se detiene el aparato, y tras abrirse ella sufre una especie de conmoción como si un hormiguero se le hubiera instalado en sus rodillas, en su estómago y su cabeza. Miles de hormigas correteando veloces sus venas.
Se miran. No hablan. Se observan detenidamente y discretamente. Se espían mutuamente como si el uno quisiera descubrir los mundos del otro y viceversa. Dos mundos inconexos, dos realidades separadas con un único denominador común: físico y real, la materia con la que está construido el elevador que en lugar de dirigirlos a algún paraíso en un paisaje celestial, allá arriba, los conduce hacia el infierno de la planta baja donde la luz del sol hace tiempo emigró a otros rellanos más prósperos, allá abajo.

No sé cómo se lo diré, piensa él mientras disimuladamente y dejando salir una nerviosa tosecilla, le mira los ojos, a ella, a esa mujer con la que le gustaría salir a pasear. Nada más que pasear, no necesito más, quizá sin palabras como ahora, las palabras, ay, qué estragos llegan a hacer si se las tergiversa; por eso sólo quiero que ella pasee junto a mí, sí, por la orilla del mar Tirreno… Sus deseos galopan más a prisa conforme el ascensor que no asciende sino que desciende va llegando a su destino: el infierno de verla ir hacia la otra parte a la que él se dirige siempre con una costumbre adquirida como si en el fondo él, el hombre, buscara un mundo mejor para poder ubicar a su principito con su gran baobab.


Caminos separados. Ahora al salir ambos se miraran furtivamente y seguirán su camino como atraídos por un enorme imán que los somete a su fuerza invisible pero de la que es imposible escapar.
Cómo me gustaría que me acompañaras, piensa él pero tímidamente le dirige un pequeño gesto, algo que podría parecer un sí, un leve asentimiento como si aceptase la propuesta que ella le acaba de hacer, también, en su pensamiento.
¿Quieres venir conmigo a pasear?, piensa ella y le dedica una leve mirada con un guiño que apenas es perceptible y luego se dirige hacia el este, él hacia el oeste y pensando ambos en los mitos platónicos alimentan la esperanza de encontrase nuevamente, mañana, como cada día, con esa ceremonia casi ritual.

Buscaminas lo ve allí, a unos cien metros. Es pequeño, y parece triste, pero a esa distancia es difícil distinguir algo tan cercano como una emoción, así que decide acercarse y cuando está ya casi a su altura, escucha que el niño llora, llora desconsoladamente y sin poder moverse le señala a Buscaminas el gran árbol caído cuyas hojas han sido calcinadas. Buscaminas se sienta al lado de la criatura que no cesa en su llanto, y ambos, sin saber por qué miran al gran árbol que también llora.
Los hombres han perdido la razón, dice Buscaminas en su tímido intento de consolar a su nuevo amigo.

¿Crees que alguna vez esta les asistió?, responde el niño en el que las lágrimas acaban de convertirse en sal.

jueves, 9 de enero de 2014

Esto es un atraco

Por Salvador Moreno Valencia

El relato que a continuación voy a narrar está basado en hechos reales que ocurrirán en un futuro no muy lejano, y narra la historia de un hombre, cualquier hombre, en circunstancias adversas que no ve más que esta salida, la de atracar un banco. Pero no crean que este hombre es un atracador al uso, no, no lo es, es un atracador de estos tiempos, con una perspectiva distinta, una nueva forma de atracar a los que nos atracan cada día.

Un hombre, de unos cincuenta años, de estatura mediana, un metro setenta más o menos, ojos grises, cabello gris tocado con un gorro de lana al estilo marinero, cubierto con un gabán de cuero verde-gris, botas de las de antes, con suelas de goma de auto, y hebillas laterales que suenan al caminar, gafas oscuras, barba de varias semanas, entra, junto a su perro (un labrador rubio), en la sucursal de un banco (omito aquí el nombre del banco porque no hago propaganda si remunerar) y se dirige al despacho del director. Y tras comprobar que no está ocupado empuja levemente la puerta y entra.

-Disculpe –dice el hombre-, ¿permite que pase?

-¿Tiene cita? –pregunta el director, un hombre de unos cuarenta años de edad, medio calvo, ojos inquietos, negros, muy pequeños, doble barbilla, nariz aguileña, y de una incipiente obesidad.

-No, no, solo será un momento, si no le importa –dice el hombre ya dentro cerrando la puerta tras él.

-Pero, mire, yo tengo mucho trabajo y no puedo saltarme la agenda así como así –dice inquieto el director intentando acomodarse en su silla de diseño tras la mesa de cristal que lo separa del hombre que acaba de interrumpir su laboriosa mañana dedicada quién sabe a qué crímenes.


El hombre que acaba de entrar con el perro se sienta tranquilo y le dice a su fiel amigo que se siente también, el animal obedece dócilmente.

-Bueno, está bien, ya veo que a usted no se le convence tan fácilmente –dice el banquero en un intento de amabilidad porque acaba de pensar que a lo mejor el hombre con el perro,  "un perro como ese vale una pasta, piensa el banquero", puede ser un buen cliente, o un buen futuro cliente, y claro, a estos hay que darles un trato especializado, nunca se sabe cuánto dinero pueden tener estos excéntricos extravagantes.

-Sí, ya lo ve, si usted estuviera en mi situación probablemente haría lo mismo –dice el hombre del perro.

-No sé a qué se refiere, pero hable, hable –dice el banquero acariciando en su pensamiento la idea de que este hombre le va a ofrecer un buen negocio, o le va a decir que quiere abrir una cuenta en la sucursal que él dirige con total servidumbre a sus jefes, y con efectividad para el puesto que desempeña; y sin darse cuenta ya se relame de lo que, la posibilidad de que este hombre abra una cuenta con un buen montón de dinero, le producirá en su esmirriado sueldo por el que es capaz de sacrificar su tiempo, su familia y lo que haga falta, lo que importa es lo que importa: la pasta.

-Me refiero a que quiero que ponga usted sobre la mesa todo el dinero que tenga en estos momentos en su oficina –dice el tipo sin temblarle la voz.

-¿Qué? ¿Cómo dice? –dice exaltado el rechoncho director.

-No creo que sea tan difícil de entender amigo –dice el tipo del labrador de pelo rubio-, quiero que ponga sobre esta mesa todo el dinero que tenga en estos momentos en su sucursal.

-¡Usted debe estar loco! –dice el director arrellanándose en su sillón como queriendo imponer su poder en el despacho en el que está acostumbrado a ser el dios que todo lo puede, claro, siempre con el beneplácito de sus más alabados señores, los diablos de las finanzas-. Llamaré a seguridad ahora mismo para que lo saquen de aquí inmediatamente –se mueve inquieto el gerente de la sucursal e intenta asir el auricular del teléfono.

-Perdone, ni lo intente –dice el tipo que ni se ha movido frente a él, el perro sigue ahí mirando al director como acusándolo de los crímenes que ha realizado.

-¿Cómo se atreve? Debe usted estar loco –dice nervioso el director.

-No, no lo estoy, pero usted y lo que usted representa y defiende me ha condenado a la miseria, a la más absoluta pobreza, pero no voy a entrar aquí en detalles que ya conocemos bien, ¿verdad señor director? –dice el tipo-, y para que le quede claro que no tengo nada que perder, y si no quiere que sus testículos queden estampados sobre la bonita pared de su despacho, avise a uno de sus esbirros y dígale que traiga todo el dinero que hay, y no haga ninguna tontería porque le estoy apuntado con una pistola a los güevos, le recuerdo que no tengo nada que perder, ya lo perdí todo, gracias a su “dios mercado”.

-Pero, pero, pero…, podemos hablar amigo, no sea loco, lo meterán en la cárcel por atraco a mano armada –dice el director como si de momento se hubiera convertido en un negociador nato, nada raro, cuando el precio son los cojones.

-Aquí el que pone las condiciones soy yo, ¿no cree? –Amenaza el tipo, el perro sigue sin inmutarse como si no ocurriera nada que lo alerte-. Por cierto, le aviso que si hace una tontería le reviento los cojones, y no estoy de broma, así que haga lo que le digo.

-Bueno, todo es negociable, y todos tenemos un precio, ¿verdad amigo? –dice el director en otro intento desesperado por hacerse con el control de la situación.

-El único precio que existe es el que pone mi fiel y querida Anita –dice el tipo presentándole al director a la perversa Anita, una pistola Smith and Wilson, calibre 38 como la que mató a aquel famoso Pedro Navaja-, así que ande y traiga el dinero.

-Vale, vale, está bien, lo haré como dice, pero, pero, piénselo, lo meterán en la cárcel y…- dice sudoroso el director.

-Ya le he dicho que no tengo nada que perder, ¿sabe? Si llama a la policía qué me harán, me meterán en la cárcel, saldré en menos de un año y me pagarán un subsidio, y usted se quedará sin pelotas, ¿qué le parece? ¿Quiere formar parte del coro de Eunucos de la iglesia de su barrio residencial de élite chupándosela a un cura pederasta? ¡Venga hombre! Estoy perdiendo la paciencia, o trae el dinero en menos de tres minutos o le pongo los cojones como estampado de las paredes de su bonito despacho en el que se dedica usted a robar a manos llenas a todos los pánfilos y estúpidos que confían su dinero a su banco para que lo inviertan, sin que el propietario (¿o debo llamarlo depositario, o usuario?), se entere en la compra-venta de armas, y otros negocios poco o nada éticos, ¿drogas…? ¡Venga, dele que me canso y Anita ya no aguanta más.

El director del banco, sudoroso, nervioso y pálido, coge el auricular y marca la extensión del cajero, al otro lado el cajero recibe la orden del director y en tres minutos aparece con una bolsa de papel y la pone sobre la mesa.

-Aquí tiene, señor director, como me ha pedido, todo el dinero que tenemos en la oficina en este momento.

-Está bien, está bien, luego firmo el registro de salida del mismo –dice el director despidiendo al cajero con un gesto de la mano. El cajero sale del despacho y antes de volver a su puesto sale a la calle a fumar un cigarro.

-Bien, jefe –dice el tipo del labrador-, ahora me voy, y no lo olvide, si llama a la policía no lo contará, así que haga lo que tenga que hacer, gracias por su inestimable colaboración. Nos veremos.

El tipo sale sin prisa junto a su perro al que todos le hacen carantoñas, y le dedican alguna sonrisa o mirada, e incluso una de las trabajadoras se acerca al perro y lo acaricia agachándose dejando entrever en esta acción un escote por el que se intuyen sus pechos, tersos, redondos…, eso sí, sin mirar siquiera al hombre junto al que camina libre el perro.

 En la puerta, el cajero fuma, el tipo del perro se dirige al él y le dice:

-¿Me da un cigarrillo, para mí y otro para Anita? –el cajero le ofrece un par de cigarros, y le pregunta:

-¿La perra fuma?

-Perro, amigo, perro, y no fuma, la que fuma es esta –y abriendo el gabán le enseña la culata de la Smith and Wilson y sin más se da vuelta y se aleja calle abajo. El cajero sonríe atónito, mientras ve alejarse a perro y hombre, hombre y perro como una unidad que se pierde entre la multitud que a esa hora va de un lado a otro en su obstinado afán de ir a, o venir de, algún lado, quizás con la determinación de que allá de donde vienen, o allá a dónde van, hallarán algo que ellos llaman libertad sin atreverse a mirar los grilletes invisibles que llevan, tanto en manos como en pies…





miércoles, 8 de enero de 2014

A solas con Jim


Autor Salvador Moreno Valencia



Algunas veces me gustaría no decir nada, ni escribir nada sobre el mundo y la mierda que en él hay, intento alejarme de esos pensamientos escribiendo relatos fantasiosos, pero una sola mirada a mi alrededor, y ya sucumbo, una sola mirada a la prensa y, de nuevo, sucumbo, una sola mirada a mi alrededor y tanta injusticia me supera, y luego pienso un poco, y me digo: “No hay nada que hacer, el mundo está podrido, la humanidad ha fracasado”, pero no me dejo vencer por el desaliento que producen todas esas imágenes de injusticia y  esos actos de hombres perversos y malvados cuyos fines son ruines, deleznables y terribles; y me digo: “No importa que seas un iluso, o un ingenuo que cree todavía en las personas, que espera que un día podamos mirarnos cara a cara sin reprocharnos nada, sin odios, sin envidias, sin maldad, y que podamos juntos construir un mundo nuevo, un mundo mejor”.

Pero otra vez una mirada a mi alrededor, a la prensa etc. y vuelve el desaliento a cabalgar por mis venas como un caballo desbocado que golpea con sus atroces patas mi corazón cansado, mi cabeza embotada de tanta  injusticia, de tanta maldad, de tanta ignominia.

Entonces camino mirando el mundo que hay ahí, que gira junto a mí, que se balancea en la línea frágil que nos separa de todo, y de todos, que nos muestra su crueldad de monstruo de cien cabezas cuyas fauces están dispuestas a devorar la belleza. Y es entonces que escribo relatos como este:

-Ei, Jim, ¿recuerdas la primera vez que nos vimos?

-Vagamente.

-Pero, Jim, no digas eso, ¿una palabra como esa es todo lo que te queda de aquel día?

-Vagamente, más o menos.

-Ya, Jim, pero… bueno…

-¡Habla de una vez! ¿O te has tragado la lengua?

-No, Jim, lo que pasa es que me entristece un poco tu repuesta: Vagamente.

-¡Chico! No te aflijas que no hay para tanto.

-Ya, Jim, pero… ¿sabes?, uno tiene su corazoncito.

-¿Para que la vida o gente como yo te lo destroce?, ¡no seas idiota!

-Ya, Jim, pero es que yo recuerdo aquel día como un día extraordinario y…

-Y yo lo recuerdo vagamente, y te repito que ese día no fue para mí más que otro día, sin más.

-Sí, Jim, pero… quizás… al menos… albergaba…

-No albergues nada y ven aquí, deja el dinero encima de la mesilla de noche, y al-verga lo que has venido a meter dentro de mí.

-Ya, Jim, te veo un poco tensa hoy… así que… aquel día…

-Sí, vagamente, sí, eso es lo único que recuerdo y que no fuiste el primero, ni eras el último, ni el único de mis clientes aquel día.