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Tais y la
leyenda del farol nórdico
De lo cotidiano
Magdalena
termina su trabajo de bollería. El centinela entra en su caseta, pone la
televisión y se duerme con el murmullo de una discusión absurda. En el bosque
el rostro desencajado de un animal se guía por el leve e intermitente
resplandor que el farol nórdico produce en la oscuridad.
Magdalena
apaga las luces y se introduce en la cama. El centinela se despierta excitado
como si hubiera tenido un sueño erótico, sus manos están salpicadas de algo
pegajoso, pero no es blanco, es rojo. Magdalena sueña con llanuras vírgenes e
inmaculados prados donde retozan, alegres, unas bucólicas vaquitas.
El
farol nórdico sigue bamboleándose en la espesura de la noche. Un búho ulula en
el eco lejano de la oscuridad. El palo bien asido con su mano; el rostro
iluminado con la intermitencia parece más terrible que en la misma oscuridad.
La garra ase con fuerza el farol. Los
dientes rechinan y se oye como tacones de claqué recorriendo el escenario a
ritmo de la música.
Magdalena
sigue inmersa en su celestial campiña. Un toro enorme aparece ante ella. Falo
inhiesto. Mugido placentero y sus dedos corriendo como hormigas hacia el
hormiguero. El centinela vuelve a buscar los rincones de la pesadilla y con un
farol nórdico asido en la mano derecha, y un palo en la otra, mira, con ojos
reveladores de sadismo, la dulce faz de Magdalena que unge las pezuñas del
Tauro con satisfacción aprehendida por los siglos.
El
viento se detiene en cada árbol para medir el tiempo. La corteza lo recibe como
una concubina recibe a su amante en una noche de azorada desidia. Golpea el
centinela en su sueño sobre la faz de la luna. Las estrellas manchas de sangre
en la arena galáctica. Medea vierte el mágico veneno sobre la sien del
argonauta, el centinela regresa eufórico a su reparador sueño. En el bosque la
garra sigue aferrada al farol nórdico, y bate con furia sobre las entrañas de
la oscuridad con el palo que asido a su otra garra saca astillas sobre el
tiempo.
Magdalena
no regresa, ha sucumbido al idílico paraje en el que yace tumbada bajo la
sombra de una higuera centenaria, donde un antiguo sabio la toma en sus brazos
para amarla.
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