Letras tu revista literaria

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Aclaración

Este relato comineza en Luminosa Filamento, sigue Fluorescente Long, y luego Lucecita Mesillas. Iré publicando un capítulo por semana hasta dar por acabada la absurda historia de estos objetos luminosos. Espero que os guste.

Lucecita Mesillas




Efectivamente, la historia de Luminosa no había hecho más que empezar, y, todavía, no se había hecho a la idea de compartir noches iluminadas con el nuevo elemento que iluminaba orgulloso en la cocina, cuando el destino hizo que otra sorpresa diese un vuelco a su tranquila existencia.

Ella, la señora de la casa, siempre andaba refunfuñando entre dientes, y como una sicópata, la tomaba con los interruptores, sobre todo cuando estaba enfadada porque él, el hombre, su hombre, como ella decía en voz queda, mirando por la ventana y echando más humo que una locomotora, tardaba en llegar. E iba a ser él, sí, su hombre el que vendría a poner una nota de intranquilidad en la vida de Luminosa, porque aquella misma tarde se presentaría con un regalo para ella, sí, la mujer, mi mujercita como él, sí, el hombre, su hombre, la llamaba.

Se abrió la puerta y tras ella apareció él, el hombre, su hombre, portando sobre las manos un paquete que soltó en el suelo para poder deshacerse de la gabardina, una gabardina gris que tenía los cuellos y puños algo gastados por el uso, pero según él, su hombre, decía, más bien se excusaba ante los reproches de ella, la señora de la casa, su, mi mujercita, cuando ésta lo hostigaba con el argumento de que vaya pinta llevaba que parecía un pordiosero con aquel gabán tan raído, y él, el hombre, su hombre, justificaba su predilección por la prenda diciendo que había pertenecido a su padre y que todavía estaba de buen ver, la prenda, el padre no, claro, porque llevaba criando malvas o poniendo gases de color verde en el cementerio desde hacía veinte años, los mismos que él, el hombre, su hombre, llevaba usando la gabardina cada invierno.

Tras sacarse el sayo gabardinero raído, volvió a asir el paquete que había soltado y con una voz de pito mariquita, él, el hombre, su hombre, grito su nombre, el suyo, el de ella, su, mi mujercita; ella, la señora de la casa en la cocina fumaba a la par que removía con hastío cansino un guiso de lo que podían ser lentejas de un color casi negro, tan negro como el mar, sí, el mar Negro. Ella sin volverse ni dejar su labor sacudió el cigarrillo con un movimiento ensayado de los labios, la ceniza fue a caer a la olla y con la inercia del movimiento producido por el brazo de ella, la señora de la casa, su, mi mujercita, se diluyó, la ceniza, entre aquel caldo espeso.

Entonces él, el hombre, su hombre, entró y puso sobre la encimera, mejor dicho sobre los cacharros sucios que llenaban la encimera de la cocina, la caja que con tanta alegría portaba. Luminosa no pudo presenciar lo que en la cocina estaba ocurriendo por lo que no dudó en solicitar la crónica del recién llegado Fluorescente Long, el cual, servicial e iluminador desde que los operarios lo pusieran en marcha por la mañana, no dudó en trasmitir a su vecina lo que estaba ocurriendo.

Él, el hombre, su hombre, abrió la caja y extrajo de ella una pequeña lámpara a la que ella, su, mi mujercita, no prestó la más mínima atención sin dejar de remover el guisote. -Mira cariño- dijo él ilusionado y con los ojos chispeantes como de haber tomado algunos tragos de vino, y esto lo delataba el color de sus mejillas que se enrojecían cada vez que él, sí, el hombre, su hombre, bebía.
-Otra reliquia- dijo ella sin aparición de ilusión o alegría por su parte.
-No es una reliquia es un lamparita que pondremos en la mesilla de noche para que vele tus desvelados sueños- respondió él sin percatarse de lo paradójico de su frase.
Así lo relató Fluorescente Long a Luminosa y así es como entró en la vida de ambos Lucecita Mesillas.

Fluorescente Long




Mucho antes de que Luminosa fuera a parar al depósito del cristal reciclado, ocurrió en su vida el acontecimiento que dio paso a su verdadera aventura.
Estaba todavía en su fase de descanso cuando llegaron los operarios con aquella caja, un embalaje más propio de príncipes o casi de reyes, quizá no tanto, más bien fue la imaginación de Luminosa la que le hizo ver en aquella caja una pomposa envoltura que nada tenía que ver con la realidad.

Los operarios, un chico joven y de piel tostada casi negra, y un hombre adulto con una aproximación al diámetro de una enorme circunferencia, su barriga, su obesa papada, respiraba con dificultad, y el chico comenzó a abrir el paquete, la dueña de la casa, todavía en bata, y con los rulos puestos supervisaba aquella operación que el joven llevaba a cabo con sumo cuidado como si estuviera manipulando algún objeto explosivo, un líquido altamente contaminante y mortífero o un arma totalmente novedosa.

La mujer con la taza de café humeante en la mano izquierda, en la derecha un cigarrillo, al que le daba una y otra, compulsivamente, chupada, inhalaba y exhalaba con una pasión sin control como si en ello le fuese la vida. El chico deshizo todo el embalaje y entonces la dueña de la casa al apoyarse involuntariamente sobre el interruptor sacó de su letargo a Luminosa que brilló con toda su plenitud dando a la escena que bajo ella se interpretaba un halo amarillento como si un dios despistado hubiera derramado su cofre de polvo de oro sobre los operarios y la dueña, convirtiéndolos en figuras propias de la fragua de Vulcano.

Y Luminosa con asombro pudo ver que de la caja el joven extraía un lujoso y resplandeciente tubo fluorescente que iba a ser colocado en la cocina, habitación colindante a la que ella iluminaba, pero Luminosa no sabía lo que este acontecimiento iba a cambiar su vida.

Luminosa Filamento




Había heredado, Luminosa Filamento, toda la brillantez con la que su creador había soñado dotarla, no exenta de horas oscuras y de un final sentenciado de antemano al abismo y la oscuridad.

Con el paso del tiempo, factor que todo lo oxida como el salitre marino oxida las carcasas de barcos, automóviles, y descoyunta huesos, Luminosa Filamento vendría a caer en la degeneración, propia de ese juez imparcial al que he hecho alusión, y con la indeferencia del autómata que hace todos los días lo mismo, a ella, las manos de otro no menos autómata por la repetición de los actos, aunque fuera de carne y hueso, la iban a enviar al lugar que le era correspondiente tras haber finalizado sus servicios; el autómata humano que iba a ejercer de verdugo era en definitiva lo que todo ser humano con un puesto de trabajo al que le dedica diez horas diarias durante toda su vida desempeñando el mismo cargo es.

Pero Luminosa Filamento podía sentirse orgullosa de haber prestado servicios con una intachable pulcritud y brillantez, virtudes que le había otorgado su eficiente creador; sin embargo Luminosa sentía tristeza cuando se iba a dormir porque abandonaba al mundo dejándolo sumido en la más absoluta tiniebla.

Una de tantas noches que llegó la hora de cerrar el día de brillante y luminosa laboriosidad, Luminosa se sintió más cansada que de costumbre e incluso pudo comprobar cómo su brillantez mermaba creando a su alrededor una luz cenital, casi lúgubre, y aún así cerró el día con la satisfacción de haber realizado eficientemente su labor.

Al cabo de una media hora que Luminosa Filamento, ya dormida, había alcanzado una temperatura más que razonable para que las yemas de los dedos no se quemasen; el autómata, quiero decir el encargado del servicio técnico puso sobre el frágil cuerpo de Luminosa sus gordos dedos callosos y sin miramiento, ni escrúpulo los dedos apretaron con tal destreza hasta desenroscar el casquillo donde Luminosa había estado depositada desde que naciera, y tras varias vueltas de rosca Luminosa Filamento quedó yaciendo sobre la gran mano del autómata que se deshizo de ella enviándola a la bolsa del cristal para reciclar.