Letras tu revista literaria

domingo, 12 de julio de 2009

El misterio de la mierda en la escalera (basado en hechos reales)

Capítulo 6

-No tenemos mucho tiempo, los padres de Tube están al llegar- continuó Natalina sirviéndome más té-, y coma unas galletitas hombre, bueno, galletas, galletas, lo que se dice galletas no son, es un híbrido que estos suecos han inventado a raíz de la receta de una galleta y ellos la han bautizado como la gallebule.
Tomé una gallebule y seguí escuchando a la anciana que bajando la voz, tanto que apenas era audible, me susurró que el culpable de lo de la ‘caca’, (dijo esta palabra y dio su razón que era la de que el niño Tube estaba delante y no era correcto para el español decir mierda, pero sí para el sueco decir ‘bais’ bajs, que traducido, es mierda), en la escalera era el vecino de al lado, sí, él era el tipo asqueroso que había cometido las siete fechorías.
-Pero si está usted tan segura por qué no hacen nada contra él- dije todavía más atolondrado con el torbellino que Natalina soltaba por su boca en voz baja.
-¿Por qué? Muy sencillo porque no hay pruebas de ello, así de simple y sencillo- respondió la anciana mientras se levantaba y se dirigía a la cocina que estaba al lado del salón, desde dentro de la misma podía oír su retahíla casi inaudible-. Muy sencillo, no hay pruebas, así, pero yo estoy segurísima que es él, mire, un tipo como ese, que no hay quien lo vea de día, ni una sola vez me lo he encontrado en la escalera en todos los años que llevo aquí que son los cuatro que tiene Tube. Sí, un hombre extraño…
-Será panadero- dije inocentemente.
-¿Panadero? Y una Bais de los suecos, panadero, panadero- refunfuñaba en la cocina y al poco volvió a aparecer pidiéndome que la perdonara pero los señores estaban a punto de llegar y le tenían prohibido hablar con extraños y mucho menos hacerlos pasar a casa.
-Tienen demasiado miedo ¿sabe? Temen que alguien les quite su hijo, como ahora eso está tan de moda, sí, pero la culpa la tendrán los que siempre la tienen. Lo que yo le diga señor Arturo, que ese tipo de al lado- volvió a bajar la voz-, ese tipo es el que se caga en la escalera.
-Pero- la interrumpí-, ¿cómo puede tener esa certeza sobre el asunto?
-Porque una lo sabe todo, y ve hasta lo traspuesto, y ahora le pido por favor que se vaya, si quiere seguir hablando puede venir mañana a la misma hora, y ya sabe, ni una palabra a nadie de que ha estado usted aquí.
El niño se acercó a Natalina y le pidió algo en su idioma, y como ésta no le hizo caso a la primera el niño se puso hecho una fiera.
-Ve, un mal educado, eso es lo que es, un mal educado. Los padres todo el día por ahí, y yo aquí educando a su hijo, y claro, todo lo que le enseño se va al retrete cuando ellos llegan porque le consienten todo. Adiós, adiós señor Arturo, que ya le veo otro día- dijo empujándome literalmente hacia la puerta.
-Adiós y gracias- me despedí educadamente. Oí que el ascensor subía. Decidí ir por la escalera y cuando llegaba al segundo piso me crucé que un tipo que sin duda era el vecino del que me había hablado Natalina. Era un tipo normal, de esos que uno se encuentra mil veces por las calles de este mundo, sí, uno más, un ser sin carisma alguno, como una autómata. De estatura mediana, rasgos que no destacaban en absoluto, ni ojos, ni nariz, ni orejas, ni boca, ni nada en su rostro podía llamar la atención, incluso su mirada era como la de una vaca, anodina y sin el menor ápice de profundidad, lo que se dice una mirada vacía como si le hubieran extraído el cerebro en algún experimento. Aquel tipo sin duda no tenía pinta de ser el autor de lo que nos ocupa en esta historia. Yo imaginaba a alguien con cara de malos amigos, resentido con todo lo que le rodea, personas, trabajo, amigos, vecinos, vida, mujer, no sé, un paranoico acaso, un colgado, o alguien con muy mala leche dispuesto a vengarse de alguna trastada que le hubieran hecho en la comunidad. Pero aquel tipo que me crucé en la escalera cuando venía de entrevistarme con Natalina, no, aquel tipo vacuo no podía haber hecho daño ni a una mosca. Natalina, sin duda, sospechaba injustamente de aquel hombrecillo que parecía, incluso, que lo había abandonado hasta su sombra. La anciana se dejaba llevar por su mente imaginativa y retorcida, quizá el motivo que la había llevado a pensar que aquel hombre era el culpable, fuese el de no haber podido verlo ni una sola vez desde que comenzara a cuidar al pequeño Tube. No había duda.
Mire el reloj y me recorrió un escalofrío, eran casi las ocho de la tarde y Erika me había dicho que a la vuelta de su trabajo quizá pasara por mi casa. Así que ilusionado me encerré de nuevo en mi pisito. Busqué algo de música pero no encontraba lo que deseaba oír, más bien desorientado por los nervios de la posible visita. Por fin hallé un disco entrañable para mí, ‘La camisa blanca’ de Albert Cialenva. Lo coloqué en el gira discos y la melodía comenzó a llenar el espacio hasta que me envolvió de tal modo que me trasladó a la madrugada del diez de enero de mil novecientos ochenta y seis. Tocaron a la puerta, yo estaba escribiendo aquel artículo para la revista ‘La patria que no cesa’, sobre el fascismo y la dictadura, once años desde que el dictador muriese, y todavía se alargaba su sombra desde la tumba.