Letras tu revista literaria

martes, 24 de noviembre de 2009

Plafón L.V. Baños



Ella, su mi mujercita, cuando él, su mi hombre, se va por la mañana, se encierra en el baño, se sienta sobre la taza del inodoro y hojea con parsimonia una revista de moda, el cigarro en la comisura de los labios, el humo como un hilo de azúcar convirtiendo el habitáculo en un nube de algodón, mientras en el silencio de la mañana se oye el sonido como de pequeñas piedras cayendo en un pozo.

Ella, su mi mujercita, cada mañana al irse él, su mi hombre, cumple ceremoniosamente el acto de limpiar su organismo de impurezas, el cigarro humeante, los labios en un rictus entre satisfechos y doloridos, una especie de orgasmo que siempre la excita, y cuando cumple con el acto fisiológico, suelta la revista sobre un montón de éstas que parecen estar esperando su turno a ser leídas, y mugrientas ya las páginas casi de tristeza amarillean y comienzan como en un acto de venganza a emborronar las fotografías. Ella, su mi mujercita, se levanta, y no sube el pantalón del pijama, sino que lo baja, y deja desnudas sus piernas, el cigarro agonizante en la comisura de los labios mira al espejo, él el cigarro, ella su mi mujercita no mira, sino que lo atraviesa y se ve veinte años antes con la vitalidad de una veinteañera, y con la belleza propia de ésta.

Plafón L.V. Baños lleva asistiendo al espectáculo desde que el constructor del edificio se dejara embaucar por un industrial que le vendió ochenta plafones, todos iguales, todos dispuestos para ser alienados en los techos de los ochenta cuartos de baño que se distribuyen por todo el edificio, y de ahí su nombre y apellidos, Plafón Larga Vida Baños.

Ella, su mi mujercita, se desprende de la parte de arriba del pijama y queda desnuda, el cigarrillo ha expirado y gotea su estertor sobre la alfombra amarilla que a los pies del lavabo asiste inmutable a recibir los pies fríos de ella, la pelambre del pubis de ella, su mi mujercita, desde el suelo parece la melena de un gigante. Ahora completamente desnuda abre el grifo de la ducha, así como desde hace veinte años, como la primera vez que abrió el grifo cuando estrenaban la casa, ella y él, mucho antes de convertirse en su mi mujercita, y él en su mi hombre, cunado todavía la pasión hacía que el sexo encontrara los caminos adecuados para llegar a satisfacer los deseos.

Ahora, ella se introduce en la ducha, lenta y parsimoniosamente, lo que queda del cigarrillo, la boquilla, blanca y con puntos negros, como una barca frágil sopesa un mar a punto de convertirse en un tifón, escucha el trueno y segundos más tarde el rugir de las olas que la envisten para empujarla al abismo donde será recibida por ratas adictas al alquitrán que todavía se adhiera a sus hilas.

Ella, su mi mujercita, bajo la lluvia se estremece de placer al ir, lenta, y suavemente acariciándose todo el cuerpo, primero los muslos, luego baja a los pies, sube hasta las rodillas, sube, sube y se detiene ahí, justo ahí, y pasa de largo como ofendida de sentir temprano el placer, el sexo la recibe bajo sus manos, bajo la lluvia de la ducha, y sus manos aletean como pájaros enloquecidos, y buscan tercas y obstinadas el objeto, el usurpador de realidades carnales, él, un lugarteniente al que obedecer, con el que la sumisión es el mayor de los placeres. Sus manos lo aferran como queriéndolo estrangular como si un recuerdo del otro lugarteniente las invitara a la lujuria y al crimen, y ellas, sus mis frágiles manos, llevan como el abanderado porta la bandera en la batalla el mástil hasta hincarlo sobre la frondosa tierra que acaba de ser tomada tras vencer en la batalla.

El agua cae sobre su piel erizada de placer; los gritos quedan ahogados con el rugido que el desagüe hace al tragar las violentas aguas que brotan de más allá, mucho más allá de la caverna.

Plafón L.V. Baños sigue impertérrito realizando su función con la dignidad y el orgullo con el que ha sido concebido sin escandalizarse ni excitarse nunca.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Objeto desconocido



Me vas a perdonar mi timidez, dijo Lucecita Mesillas recién conectada al enchufe de la pared, que estaba situado en el cabecero de la cama de matrimonio.

No te apures ni tengas cuidado, y si eres tímida y algo recatada te han venido a instalar en el lugar menos apropiado, en el caso de que tú seas de esas lamparitas remilgadas que se ruborizan por cualquier tontería.

No es eso, mi timidez es debida al desconocimiento que tengo, tanto del lugar como de los objetos que en él cohabitan con ellos, sí, él, y ella, el primero que me ha traído hasta aquí, pobre, con la ilusión con la que me adquirió en la tienda de objetos usados; y ella, sí, ésa que fuma sin parar y ni siquiera lo mira, sí, a él, o que lo trata como a un objeto más, otro entre nosotros, pero menos, o nada luminoso.

Y todavía no has visto nada, dijo el enchufe, por cierto mi nombre es Conecttor Baby, llevo aquí desde que hicieron la reforma, y he visto pasar a muchas Luminosas, a muchos Fluorescentes Long, y a tantas otras Lucecitas que ya no lo recuerdo, pero, si me dejas contarte…, lo que más satisfacción me produce es cuando ella, sí, su mi mujercita, como él, sí, su mi hombre, la llama, conecta en mis dos aberturas ese objeto desconocido, y te digo, bajó la intensidad, si yo disfruto, ella, sí, ella, disfruta el doble o el triple porque yo nunca he llagado al estado de éxtasis que lo hace ella, sí, ella, su mi mujercita como él la llama, y si él supiera, el muy pánfilo, mejor dicho el muy ingenuo.

Lucecita Mesillas no acababa de creer al charlatán Conecttor Baby, porque ella no había visto mucho mundo, tan sólo aquel dormitorio al que llegó recién salida de la fábrica, y desde allí a la tienda de objetos usados y ahora aquí, conectada al endiablado charlatán.

Y si ella, sí, ésa que dices que él llama… conecta el objeto desconocido a ti, eso quiere decir que durante el tiempo que ella, sí… me tendrá desconectada, y por tanto no podré descubrir por mí misma lo que me estás contando, entonces ¿no me quedará más remedio que creerte?

Así es, ya lo hizo con tu antecesora, que al decir verdad era más horrible que tú, perdona mi honestidad pero…

Además de charlatán es un cabrón, pensó Lucecita Mesillas cansada de oírle. En ese momento él, su mi hombre al que ella, su mi mujercita, llamaba así, entró en la habitación, se dirigió hacia la mesilla donde ella, su mi mujercita, había instalado a Lucecita Mesillas y tras asir con cuidado la lamparita, no fuera a desprenderse de ella alguno de los adornos superfluos que le colgaban, la fue a depositar en la otra mesilla de noche, junto al lado que él ocupaba cuando dormía. Tuvo suerte Lucecita porque el enchufe al que fue conectada no dijo ni pío, era mudo, según dijo desde el otro lado Conecttor Baby.

Él, el hombre, tras haberla dejado allí instalada, salió del cuarto, se oyeron sus pasos que se alejaban, unas palabras como de despedida y tras ellas sonó el sonido de la puerta al cerrarse sin cuidado.

A los pocos momentos ella, sí, su mi mujercita, entró en la habitación con el cigarrillo encendido, inhaló profundamente mirando a un lugar en el techo, quizá una mancha que había dejado un voraz mosquito al ser aplastado por un alma sin escrúpulos; el humo salió de ella, parecía la chimenea de una fábrica. Se sentó en la cama, abrió el cajón de la mesilla que había debajo de Conecttor Baby, y sacó el objeto desconocido. Conecttor le guiñó el ojo a Lucecita Mesillas que iluminaba tenuemente el otro lado de la cama.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Aclaración

Este relato comineza en Luminosa Filamento, sigue Fluorescente Long, y luego Lucecita Mesillas. Iré publicando un capítulo por semana hasta dar por acabada la absurda historia de estos objetos luminosos. Espero que os guste.

Lucecita Mesillas




Efectivamente, la historia de Luminosa no había hecho más que empezar, y, todavía, no se había hecho a la idea de compartir noches iluminadas con el nuevo elemento que iluminaba orgulloso en la cocina, cuando el destino hizo que otra sorpresa diese un vuelco a su tranquila existencia.

Ella, la señora de la casa, siempre andaba refunfuñando entre dientes, y como una sicópata, la tomaba con los interruptores, sobre todo cuando estaba enfadada porque él, el hombre, su hombre, como ella decía en voz queda, mirando por la ventana y echando más humo que una locomotora, tardaba en llegar. E iba a ser él, sí, su hombre el que vendría a poner una nota de intranquilidad en la vida de Luminosa, porque aquella misma tarde se presentaría con un regalo para ella, sí, la mujer, mi mujercita como él, sí, el hombre, su hombre, la llamaba.

Se abrió la puerta y tras ella apareció él, el hombre, su hombre, portando sobre las manos un paquete que soltó en el suelo para poder deshacerse de la gabardina, una gabardina gris que tenía los cuellos y puños algo gastados por el uso, pero según él, su hombre, decía, más bien se excusaba ante los reproches de ella, la señora de la casa, su, mi mujercita, cuando ésta lo hostigaba con el argumento de que vaya pinta llevaba que parecía un pordiosero con aquel gabán tan raído, y él, el hombre, su hombre, justificaba su predilección por la prenda diciendo que había pertenecido a su padre y que todavía estaba de buen ver, la prenda, el padre no, claro, porque llevaba criando malvas o poniendo gases de color verde en el cementerio desde hacía veinte años, los mismos que él, el hombre, su hombre, llevaba usando la gabardina cada invierno.

Tras sacarse el sayo gabardinero raído, volvió a asir el paquete que había soltado y con una voz de pito mariquita, él, el hombre, su hombre, grito su nombre, el suyo, el de ella, su, mi mujercita; ella, la señora de la casa en la cocina fumaba a la par que removía con hastío cansino un guiso de lo que podían ser lentejas de un color casi negro, tan negro como el mar, sí, el mar Negro. Ella sin volverse ni dejar su labor sacudió el cigarrillo con un movimiento ensayado de los labios, la ceniza fue a caer a la olla y con la inercia del movimiento producido por el brazo de ella, la señora de la casa, su, mi mujercita, se diluyó, la ceniza, entre aquel caldo espeso.

Entonces él, el hombre, su hombre, entró y puso sobre la encimera, mejor dicho sobre los cacharros sucios que llenaban la encimera de la cocina, la caja que con tanta alegría portaba. Luminosa no pudo presenciar lo que en la cocina estaba ocurriendo por lo que no dudó en solicitar la crónica del recién llegado Fluorescente Long, el cual, servicial e iluminador desde que los operarios lo pusieran en marcha por la mañana, no dudó en trasmitir a su vecina lo que estaba ocurriendo.

Él, el hombre, su hombre, abrió la caja y extrajo de ella una pequeña lámpara a la que ella, su, mi mujercita, no prestó la más mínima atención sin dejar de remover el guisote. -Mira cariño- dijo él ilusionado y con los ojos chispeantes como de haber tomado algunos tragos de vino, y esto lo delataba el color de sus mejillas que se enrojecían cada vez que él, sí, el hombre, su hombre, bebía.
-Otra reliquia- dijo ella sin aparición de ilusión o alegría por su parte.
-No es una reliquia es un lamparita que pondremos en la mesilla de noche para que vele tus desvelados sueños- respondió él sin percatarse de lo paradójico de su frase.
Así lo relató Fluorescente Long a Luminosa y así es como entró en la vida de ambos Lucecita Mesillas.

Fluorescente Long




Mucho antes de que Luminosa fuera a parar al depósito del cristal reciclado, ocurrió en su vida el acontecimiento que dio paso a su verdadera aventura.
Estaba todavía en su fase de descanso cuando llegaron los operarios con aquella caja, un embalaje más propio de príncipes o casi de reyes, quizá no tanto, más bien fue la imaginación de Luminosa la que le hizo ver en aquella caja una pomposa envoltura que nada tenía que ver con la realidad.

Los operarios, un chico joven y de piel tostada casi negra, y un hombre adulto con una aproximación al diámetro de una enorme circunferencia, su barriga, su obesa papada, respiraba con dificultad, y el chico comenzó a abrir el paquete, la dueña de la casa, todavía en bata, y con los rulos puestos supervisaba aquella operación que el joven llevaba a cabo con sumo cuidado como si estuviera manipulando algún objeto explosivo, un líquido altamente contaminante y mortífero o un arma totalmente novedosa.

La mujer con la taza de café humeante en la mano izquierda, en la derecha un cigarrillo, al que le daba una y otra, compulsivamente, chupada, inhalaba y exhalaba con una pasión sin control como si en ello le fuese la vida. El chico deshizo todo el embalaje y entonces la dueña de la casa al apoyarse involuntariamente sobre el interruptor sacó de su letargo a Luminosa que brilló con toda su plenitud dando a la escena que bajo ella se interpretaba un halo amarillento como si un dios despistado hubiera derramado su cofre de polvo de oro sobre los operarios y la dueña, convirtiéndolos en figuras propias de la fragua de Vulcano.

Y Luminosa con asombro pudo ver que de la caja el joven extraía un lujoso y resplandeciente tubo fluorescente que iba a ser colocado en la cocina, habitación colindante a la que ella iluminaba, pero Luminosa no sabía lo que este acontecimiento iba a cambiar su vida.

Luminosa Filamento




Había heredado, Luminosa Filamento, toda la brillantez con la que su creador había soñado dotarla, no exenta de horas oscuras y de un final sentenciado de antemano al abismo y la oscuridad.

Con el paso del tiempo, factor que todo lo oxida como el salitre marino oxida las carcasas de barcos, automóviles, y descoyunta huesos, Luminosa Filamento vendría a caer en la degeneración, propia de ese juez imparcial al que he hecho alusión, y con la indeferencia del autómata que hace todos los días lo mismo, a ella, las manos de otro no menos autómata por la repetición de los actos, aunque fuera de carne y hueso, la iban a enviar al lugar que le era correspondiente tras haber finalizado sus servicios; el autómata humano que iba a ejercer de verdugo era en definitiva lo que todo ser humano con un puesto de trabajo al que le dedica diez horas diarias durante toda su vida desempeñando el mismo cargo es.

Pero Luminosa Filamento podía sentirse orgullosa de haber prestado servicios con una intachable pulcritud y brillantez, virtudes que le había otorgado su eficiente creador; sin embargo Luminosa sentía tristeza cuando se iba a dormir porque abandonaba al mundo dejándolo sumido en la más absoluta tiniebla.

Una de tantas noches que llegó la hora de cerrar el día de brillante y luminosa laboriosidad, Luminosa se sintió más cansada que de costumbre e incluso pudo comprobar cómo su brillantez mermaba creando a su alrededor una luz cenital, casi lúgubre, y aún así cerró el día con la satisfacción de haber realizado eficientemente su labor.

Al cabo de una media hora que Luminosa Filamento, ya dormida, había alcanzado una temperatura más que razonable para que las yemas de los dedos no se quemasen; el autómata, quiero decir el encargado del servicio técnico puso sobre el frágil cuerpo de Luminosa sus gordos dedos callosos y sin miramiento, ni escrúpulo los dedos apretaron con tal destreza hasta desenroscar el casquillo donde Luminosa había estado depositada desde que naciera, y tras varias vueltas de rosca Luminosa Filamento quedó yaciendo sobre la gran mano del autómata que se deshizo de ella enviándola a la bolsa del cristal para reciclar.