Letras tu revista literaria

viernes, 24 de julio de 2009

El misterio de la mierda en la escalera (basado en hechos reales)

Capítulo 8

Siempre he sido algo despistado con los horarios, y sobre todo con la percepción de las horas, casi nunca acierto si es por la tarde, quiero decir sobremesa, más o menos a eso de las tres para los que comen a las dos, o las cinco para funcionarios y banqueros, tanto masculinamente hablando como femeninamente. Digo que siempre he sido un desastre para el cálculo de las horas. Así que cuando salí del piso donde la señora Natalina hacía la función de niñera, no eran, precisamente, cerca de las ocho como he apuntado antes, si no que eran aproximadamente las seis de la tarde; los suecos padres del niño Tube, y “amos” de Natalina, trabajan con horario europeo, así que faltaban unas tres horas para averiguar si Erika vendría o no a visitarme, el resto ya lo he contado.

Entramos en el bar de Anita, el señor Mena y yo, o lo que era yo en esos momentos, una especie de despojo cadavérico que apenas se tenía en pie. El bar era, si cabe, peor todavía que el que yo solía frecuentar. Anita una mujer de unos cuarenta años con rasgos en el rostro de sufrimiento y envejecimiento prematuros, parecía haberse forjado a sí misma en plena sociedad machista, de hecho en el bar sólo había hombres curtidos, casi todos viejos o aparentemente viejos, de pieles quemadas por el sol sobre las aguas marinas que azotaban aquella venturosa y apestosa ciudad, y digo azotaban porque raro era el día en que las aguas de aquel mar estaban, o se mostraban con la mansedumbre que lo hacen las aguas del mediterráneo durante casi todo el año.

Saludó el señor Mena a la concurrencia, la que le devolvió un sonoro saludo casi al unísono como si orasen frente al púlpito donde un cura de complexión de atleta airea las razones por las que los hombres caerán en los infiernos si no acatan la doctrina y el dogma cristiano.
Él, el señor Mena, resuelto como Pedro por su casa me arrastró literalmente hasta un rincón donde yacía una triste mesa pringosa custodiada por cuatro sillas como cuatro ángeles exterminadores.
-Siéntese señor Arturo- me invitó el señor Mena tirándome, otra vez, literalmente, sobre el asiento de una de aquellas mugrientas sillas-. Pon dos copas de coñac Anita- gritó mi acompañante mientras se estiraba el traje en el fallido intento de que quedara impoluto. El traje no había dios que lo enmendara, quizá a los seguidores del párroco sí, o a sermones a saetazos.
-Señor Mena, mejor será que yo me limite a escucharle y no beba nada más- dije teniendo un ataque de sentido común, algo de lo que suelen carecer los borrachos, y sobre todo los alcohólicos como yo, que en esos momentos acababa de terminar mi terapia grupal para alcohólicos anónimos, y para celebrarlo me fui a tomar una copas, con la certeza, y la confianza de que ya estaba curado. Pero no hice, a sabiendas, más que engañarme con ese autoengaño que siempre usan los que padecen de algún vicio o alguna debilidad, o lo que yo diría: personas que carecemos de voluntad propia, y en muchos casos recurrimos a la ajena, que puede ser peor que no recurrir a ninguna.
-Nada, amigo Arturo, usted viene conmigo, bebe conmigo y ya veremos en qué acaba esta junta.
Anita puso dos copas de coñac en la mesa, ambas quedaron como dos ventosas de esas con las que pegan colgantes absurdos algunos automovilistas en sus coches. El señor Mena, alzó su copa y me invitó a brindar.
-Por mi nuevo proyecto, verá señor Arturo cómo va a ser todo un éxito- se repantigó en la silla pegajosa como queriendo escapar de ella.
-¿Qué proyecto trae entre manos?- atiné a preguntar motivado por el aroma del coñac que tenía en mi mano. Anita volvió a ocupar el mismo lugar que ocupaba cuando entramos. Tras el mostrador, volvía a reanudar la tarea interrumpida para servirnos las copas: atrapar moscas con el mismo trapo con el que secaba los vasos.
-Espere y le cuento, pero antes beba amigo, beba.

domingo, 19 de julio de 2009

El misterio de la mierda en la escalera (basado en hechos reales)

Capítulo 7

No pasaba el tiempo, al menos a mí así me lo parecía, la música del excepcional músico Albert Cialenva no hizo el efecto acostumbrado en mí: no pude dormir la siesta, en mi cabeza todo daba vueltas, y giraba en torno a una puta mierda.

Sí, lo único que podía remediar aquella tarde que se adentraba en la penumbra del atardecer, no era otra cosa que la visita de Erika; ella sin duda sabría sacarme, por un momento, de mi pasado.

Erika esa tarde no pasó, y estuve atento de los pasos en la escalera, de las veces que subía o bajaba el ascensor, pero ninguna persona que bajara o subiera tanto por la escalera como usando el dichoso artefacto, era ella. El ascensor me trae malos recuerdos, en mi juventud, cuando era yo un avezado chaval con ganas de comerse el mundo, y sin pensar en que un día el mundo me comería a mí, me quedé cinco horas encerrado en un ascensor, que para mí los efectos secundarios: fobia a los sitios cerrados, fobia a los aviones, fobia a todo lo que se mueva hacia arriba o abajo y rete las leyes de la gravedad y que además posea cierres electrónicos.

Erika no vino. Quizá pensó que yo tan sólo era un chiflado. Y no es para menos. ¿Qué pensaría yo si un día llaman a mi puerta, y en ella hay un tipo que está interesado en un mezquino asunto de una mierda en la escalera? Sin duda, debo de aprender a empatizar, porque yo le cierro con toda seguridad la puerta en las narices. Es normal, ¿no?

Así que al ver que mi probable cita no llegaba decidí salir a estirar las piernas, y me fui a tomar un café doble con copa de brandy al bar más escatológicamente ruin y cutre de la ciudad que me albergaba por entonces: un lindo lugar donde las cucarachas se paseaban como si fueran las mascotas de los vecinos y no digamos las ratas.

Más tarde, cuando regresaba ya beodo perdido, sufriendo la pérdida de unos euros, me encontré con el señor Mena, hombre de malas compañías que me alquilaba de tarde en tarde unos volúmenes sobre filosofía griega a un precio razonable: un par de cafés con copa y puro en el bar citado: aquel tugurio de mala muerte, que en otro tiempo pudo haber llegado a ser, con toda seguridad, uno de los mejores locales de la ciudad, pero venido a menos y como todo en aquella cutre metrópoli respirando un aire de total decadencia. El señor Mena iba como siempre, hecho un figurín, a pesar de que el traje era de hacía veinte años, probablemente el primero y el único que él pudo haberse comprado, o quizá no.

Se detuvo ante mí y me dijo:
-Hombre Arturo, a usted quería yo verle.
Yo que como ya he dicho iba como un piojo casi lo piso cuando estaba frente a él.
-Una sorpresa-tartamudeé o creí que lo hacía porque aquel sonido más bien parecía un gruñido, o una especie de gorgoteo como si me estuviera ahogando.
-Tenemos que hablar, vamos al bar de Anita, y allí le cuento mi plan- dijo agarrándome por el hombro y yo sin poder evitarlo y casi arrastras allí que me fui con el señor Mena a escuchar sus ideas o sus planes, que tanto las unas como los otros seguro que me iban a dar dolor de cabeza además de los de la resaca que iba a tener al día siguiente.
Por el momento había olvidado el misterio de la mierda en la escalera, a Erika, a Natalina y al tipo anodino que me había encontrado en la escalera y que según la señora Natalina era el responsable de aquel soez acto.

domingo, 12 de julio de 2009

El misterio de la mierda en la escalera (basado en hechos reales)

Capítulo 6

-No tenemos mucho tiempo, los padres de Tube están al llegar- continuó Natalina sirviéndome más té-, y coma unas galletitas hombre, bueno, galletas, galletas, lo que se dice galletas no son, es un híbrido que estos suecos han inventado a raíz de la receta de una galleta y ellos la han bautizado como la gallebule.
Tomé una gallebule y seguí escuchando a la anciana que bajando la voz, tanto que apenas era audible, me susurró que el culpable de lo de la ‘caca’, (dijo esta palabra y dio su razón que era la de que el niño Tube estaba delante y no era correcto para el español decir mierda, pero sí para el sueco decir ‘bais’ bajs, que traducido, es mierda), en la escalera era el vecino de al lado, sí, él era el tipo asqueroso que había cometido las siete fechorías.
-Pero si está usted tan segura por qué no hacen nada contra él- dije todavía más atolondrado con el torbellino que Natalina soltaba por su boca en voz baja.
-¿Por qué? Muy sencillo porque no hay pruebas de ello, así de simple y sencillo- respondió la anciana mientras se levantaba y se dirigía a la cocina que estaba al lado del salón, desde dentro de la misma podía oír su retahíla casi inaudible-. Muy sencillo, no hay pruebas, así, pero yo estoy segurísima que es él, mire, un tipo como ese, que no hay quien lo vea de día, ni una sola vez me lo he encontrado en la escalera en todos los años que llevo aquí que son los cuatro que tiene Tube. Sí, un hombre extraño…
-Será panadero- dije inocentemente.
-¿Panadero? Y una Bais de los suecos, panadero, panadero- refunfuñaba en la cocina y al poco volvió a aparecer pidiéndome que la perdonara pero los señores estaban a punto de llegar y le tenían prohibido hablar con extraños y mucho menos hacerlos pasar a casa.
-Tienen demasiado miedo ¿sabe? Temen que alguien les quite su hijo, como ahora eso está tan de moda, sí, pero la culpa la tendrán los que siempre la tienen. Lo que yo le diga señor Arturo, que ese tipo de al lado- volvió a bajar la voz-, ese tipo es el que se caga en la escalera.
-Pero- la interrumpí-, ¿cómo puede tener esa certeza sobre el asunto?
-Porque una lo sabe todo, y ve hasta lo traspuesto, y ahora le pido por favor que se vaya, si quiere seguir hablando puede venir mañana a la misma hora, y ya sabe, ni una palabra a nadie de que ha estado usted aquí.
El niño se acercó a Natalina y le pidió algo en su idioma, y como ésta no le hizo caso a la primera el niño se puso hecho una fiera.
-Ve, un mal educado, eso es lo que es, un mal educado. Los padres todo el día por ahí, y yo aquí educando a su hijo, y claro, todo lo que le enseño se va al retrete cuando ellos llegan porque le consienten todo. Adiós, adiós señor Arturo, que ya le veo otro día- dijo empujándome literalmente hacia la puerta.
-Adiós y gracias- me despedí educadamente. Oí que el ascensor subía. Decidí ir por la escalera y cuando llegaba al segundo piso me crucé que un tipo que sin duda era el vecino del que me había hablado Natalina. Era un tipo normal, de esos que uno se encuentra mil veces por las calles de este mundo, sí, uno más, un ser sin carisma alguno, como una autómata. De estatura mediana, rasgos que no destacaban en absoluto, ni ojos, ni nariz, ni orejas, ni boca, ni nada en su rostro podía llamar la atención, incluso su mirada era como la de una vaca, anodina y sin el menor ápice de profundidad, lo que se dice una mirada vacía como si le hubieran extraído el cerebro en algún experimento. Aquel tipo sin duda no tenía pinta de ser el autor de lo que nos ocupa en esta historia. Yo imaginaba a alguien con cara de malos amigos, resentido con todo lo que le rodea, personas, trabajo, amigos, vecinos, vida, mujer, no sé, un paranoico acaso, un colgado, o alguien con muy mala leche dispuesto a vengarse de alguna trastada que le hubieran hecho en la comunidad. Pero aquel tipo que me crucé en la escalera cuando venía de entrevistarme con Natalina, no, aquel tipo vacuo no podía haber hecho daño ni a una mosca. Natalina, sin duda, sospechaba injustamente de aquel hombrecillo que parecía, incluso, que lo había abandonado hasta su sombra. La anciana se dejaba llevar por su mente imaginativa y retorcida, quizá el motivo que la había llevado a pensar que aquel hombre era el culpable, fuese el de no haber podido verlo ni una sola vez desde que comenzara a cuidar al pequeño Tube. No había duda.
Mire el reloj y me recorrió un escalofrío, eran casi las ocho de la tarde y Erika me había dicho que a la vuelta de su trabajo quizá pasara por mi casa. Así que ilusionado me encerré de nuevo en mi pisito. Busqué algo de música pero no encontraba lo que deseaba oír, más bien desorientado por los nervios de la posible visita. Por fin hallé un disco entrañable para mí, ‘La camisa blanca’ de Albert Cialenva. Lo coloqué en el gira discos y la melodía comenzó a llenar el espacio hasta que me envolvió de tal modo que me trasladó a la madrugada del diez de enero de mil novecientos ochenta y seis. Tocaron a la puerta, yo estaba escribiendo aquel artículo para la revista ‘La patria que no cesa’, sobre el fascismo y la dictadura, once años desde que el dictador muriese, y todavía se alargaba su sombra desde la tumba.

viernes, 3 de julio de 2009

El misterio de la mierda en la escalera (basado en hechos reales)

Capítulo 5

Algo me decía que la información que en el edificio corría de piso en piso y de boca en boca, no era muy clara, a no ser que los que allí vivían tuviesen, como es lo más natural en el ser humano, esa predisposición a cambiar cuanto oye, y cuanto ve. Porque si mi memoria no me falla, mis dos primeros encuestados, por decirlo de algún modo, no coincidían en el aspecto matemático del asunto, porque uno decía que seis y la otra que cuatro; y ahora la señora Natalina, tan amable, tan hospitalaria, tan dulce, aseguraba que habían sido siete; y no olvido que en esto coincidía con Erika. Entonces quizá tanto una como la otra estuvieran más al tanto sobre la sordidez del asunto.
Natalina me invitó a pasar como ya he dicho. Al hacerlo pude comprobar que el niño que había salido a recibirme jugaba en el salón con un entramado de vías de madera donde un tren con su locomotora antigua recorría la corta distancia que distaba entre su punto de encuentro; un viaje apasionante donde el niño imaginaba paisajes, animales, pueblos, coches, hombres, árboles y todo tipo de monstruos.
-¿Es su nieto?- pregunté a la anciana.
-No, ¡que va! Mis nietos, nos lo he llegado a conocer, bueno, en persona, los he visto en fotos, pero nada más- respondió Natalina.
-¿Viven en otro país?- pregunté algo ingenuo. Tampoco era de vital importancia para mí descubrir el paradero de los nietos de la dulce anciana.
-Sí, señor…- se detuvo, se atusó el pelo que lucía plateado y exuberante-, ¿cómo ha dicho que se llama?
-Arturo-, dije y sumé-, Montes, señora, Arturo Montes. Me vino a la memoria la coletilla con la que crecí y con la que me educaron: “para servir a dios y a usted”. Me pilló la dictadura casi al final de la misma, pero recuerdo que nos hacían cantar el himno nacional todas las mañanas ante la bandera, mientras ésta izaba sus alas y nos enseñaba su pico afilado de águila y sus ojos avizores y amenazantes como si nos perdonara la vida.
-¡Uy! Perdone pero tengo muy mala memoria, siempre me ocurre lo mismo, pero desde que tengo memoria, ya ve, y es muy poca, recuerdo que he olvidado siempre los nombres de las personas, luego al cabo de varios intentos y equívocos, termino memorizándolos y ya nada los borra de esta cubierta de canas- se señaló la cabeza con un gesto algo cómico-, pero siéntese por favor, no sea tímido, que ahora le pongo un té y le cuento, ande, ande, siéntese.
El niño seguía viajando a bordo de su tren de madera por campos imaginarios, llegando a estaciones, también imaginarias donde los viajeros hechos del mismo barro que todo en su viaje, la imaginación, subían y bajaban, se encontraban o se despedían de sus seres queridos, y luego la locomotora hacía sonar el silbato y el jefe imaginario de estación daba la salida y el niño ponía el sonido del motor apretando sus labios y haciendo vibrar la lengua sobre ellos.
Natalina regresó con el té y un plato de galletas en una bandeja. La puso sobre la mesita, sirvió una taza de té y se sentó frente a mí.
-Le decía que no es mi nieto- comenzó a decir-, pero es casi como si lo fuera, lo cuido desde que nació prácticamente; necesitaba un trabajo y este no es del todo malo, ya ve, una ya con los años no puede acceder a cualquier trabajo; no crea, estoy contenta, pero echo de menos a los míos, mi tierra, bueno, ¿qué le parece?, esta es de algún modo mi tierra, al menos mis padres nacieron en ella, y las paradojas de la vida, fíjese, ellos tuvieron que abandonarla para ir en busca de mejor vida, y yo he tenido que abandonar la que ellos buscaron para mejorar por motivos similares- se detuvo, le dijo algo al niño en un idioma desconocido para mí, el niño comenzó a desmontar su mundo ferroviario como si el gobierno de aquel país inventado hubiera decretado el cierre de todos los ferrocarriles por motivos económicos, el niño guardó todas las piezas en una caja de madera en la que rezaba una leyenda también en un lenguaje desconocido para mí.
-Perdone, ¿qué idioma es?- pregunté con la curiosidad que me es característica.
-¡Ah!, perdone que no me he dado cuenta, siempre le hablo a él y sus padres en su idioma, ¿sabe?; ellos son suecos, el niño no, cómo se lo explico, el niño nació en este país, pero sus padres no quieren que tenga esta nacionalidad sino la de su país. ¡Ve! El mundo es una paradoja. ¿Cuántas miles de criaturas hay por ahí que darían un ojo, un riñón, o qué se sabe, cualquier cosa por que les dieran papeles, quiero decir la nacionalidad en este país al que han venido buscando algo mejor; pero ellos no quieren que su hijo, aunque vive en este país, sea del mismo. Va a una escuela sueca, no tiene amigos de aquí, sólo de allí, y no hablan, ni él ni sus padres el idioma de aquí. Una tuvo que aprender el de ellos allí cuando llegué a Suecia, pero esto es una historia muy larga, y a usted no le interesa, ha venido aquí para descubrir quién es el mal nacido que hace esa barbaridad en la escalera.
-Bueno, me interesa su historia, no crea- dije algo aturdido. Aquella mujer no iba a dudar contarme su vida.