Letras tu revista literaria

miércoles, 27 de junio de 2007


foto joio
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LOS VIAJES DE CARLOS
La mañana del cuatro de febrero de 1998, amaneció como el día anterior, con una lluvia infernal de la que no nos librábamos hacía tres meses. Me dirigí a la estación del tren y antes de sacar el billete, dudé hacia dónde realmente quería ir. La verdad es que, si me hubiera dejado llevar por el sentimiento o aquel presentimiento, seguro que hubiera elegido ir hacia otro lugar al que elegí. Me senté en un banco a esperar el tren que me llevaría al otro lado del país, exactamente al norte, al país Vasco. El tren llegó puntual; cogí mi mochila y subí al compartimento de no fumadores -no tenía ese vicio y por supuesto no me gustaba oler el humo de los cigarrillos. En aquel compartimento no subió casi nadie, sólo una pareja de ancianos, un japonés, y una chica morena de unos veinticinco años, muy atractiva, por lo que me fijé en ella, aunque soy una persona muy observadora y suelo echarle un vistazo a todo lo que me rodea, esta chica me llamó más la atención, y estuve un poco desatento a lo que ocurría en el vagón.
Al rato de mis observaciones pude comprobar que había subido un hombre de unos cuarenta y cinco años aproximadamente, robusto y de tez morena. Llevaba una bolsa de viaje de piel y por su aspecto debía de haber pasado por muchas estaciones, estaba bastante deteriorada. Se sentó frente a la chica, colocó sus piernas en el asiento de enfrente, ella le miró como desaprobando el gesto, pero él ni siquiera la miró. El tren salió a la hora que estaba programada, y a los pocos kilómetros de viaje el tipo aquel se durmió. Ella me miró, con una mirada cómplice, cogió sus cosas y se cambió de asiento. Se sentó frente a mí, pero antes pidió permiso, el que yo por supuesto le otorgué. Cortés le dije mi nombre, ella me dijo el suyo. Malena era su nombre.
Después de la presentación hablamos un rato sobre las cosas que cualquier pasajero habla con su acompañante de viaje. Mientras hablábamos, yo la seguía observando, tenía la piel suave y delicada, su palidez me recordó a las muñecas chinas, sus manos eran delgadas con unos largos y finos dedos terminados en unas uñas de igual delicadeza. Era tan frágil, que el movimiento del tren hacia que sus delicados huesos sonaran como campanillas.
El hombre que dormía dos asientos más adelante, se despertó, miró a su alrededor y comenzó a buscar algo en su bolsa de viaje, por la mirada que nos dirigió, pudimos saber que no éramos de su agrado, pero nosotros teníamos el mismo sentimiento. Nunca alguien me había dado tan mala espina como aquel tipo.
Él sacó una agenda de piel, estuvo haciendo anotaciones varios minutos. En esos momentos llegó el revisor, pidió los billetes, primero a los ancianos, luego al japonés, a nosotros y por último al viajero que cerraba la lista del pasaje de aquel vagón.
El tipo metió la mano en el bolsillo de la cazadora, que llevaba puesta, de piel de ante. Pero no fue el billete lo que de ella sacó, no, sino una pistola con la que encañonó al revisor, al que le comunicó sus intenciones, que no eran otras que las del secuestro de aquel tren, que nos llevaba al norte. Todo había cambiado de repente y ahora nos encontrábamos en una situación peligrosa y sin saber cómo acabaría.
Todos nos quedamos paralizados cuando vimos cómo el tipo encañonaba al revisor. Era una pistola de nueve milímetros, su cañón brillaba en las sombras del vagón que seguía con su traqueteo. El tipo soltó al revisor y se dirigió hacia el japonés, le puso la pistola en la cabeza, el asiático se arrodilló temblando, el tipo sacó un papel de su bolsillo y se lo entregó al revisor diciéndole que se pusiera en contacto con el maquinista y detuvieran el tren inmediatamente, que si no lo hacían mataría a su rehén.
El revisor salió corriendo del vagón y en menos de tres minutos el tren se detenía, lo que produjo que el resto de los pasajeros se alarmaran, pero el revisor se encargó de hacer que no cundiera el pánico y fue diciendo vagón por vagón que tenían una avería y no tardarían en solucionarla.
Así hasta que volvió a nuestro vagón, como le había dicho aquel tipo, en ese momento se levantó y nos miró a todos diciéndonos que éramos sus rehenes y que si todo salía bien no tendríamos de que preocuparnos.
Malena se echó a llorar, yo la intenté consolar y pronto se calmó. Los dos ancianos se dirigieron a nuestro secuestrador y le dijeron que los dejara ir, pero él no aceptó la propuesta, aunque todos la apoyamos.
Estábamos detenidos allí en medio de ningún sitio, el paisaje que se podía ver desde las ventanas, antes de que el secuestrador las cerrara, era un frondoso bosque rodeado de montañas que se abrían al final un verde valle, donde pastaban a lo lejos algunas vacas y donde sólo pudimos ver, casi al final de aquel valle un caserón con apariencia de abandono. Nos entristeció el panorama, nos encontrábamos en una situación límite y aislados. A donde las fuerzas de seguridad tardarían en llegar, siempre que antes no se le ocurriera aquel tipo emprenderla a tiros y dejarnos allí tirados, porque al parecer a él le daba igual. Quería conseguir lo que había venido a buscar, costase lo que costase.
A las tres horas volvió el revisor con noticias de que la policía le había dicho que comunicase al secuestrador que estaban dispuestos a negociar.
En ese momento el secuestrador se calmó y guardó el arma que había empuñado desde que comenzara aquella pesadilla.
La noche nos sorprendió en aquel vagón, donde estábamos aterrorizados por aquel individuo. Las luces del tren se encendieron y en menos de media hora todos los vagones estaban custodiados por quince terroristas que, llegaron al tren desde aquel casaron que habíamos visto allá al final del valle.
Uno a uno fue tomando su posición en cada vagón, amenazando con sus armas a los pasajeros y todos nos mantuvimos en silencio, hasta que el miedo hizo su aparición y no pudimos evitar retorcernos de angustia en nuestros asientos.
El terrorista que se encontraba en nuestro vagón se dirigió a nosotros y nos comunicó que eran miembros de una banda armada, revolucionarios que luchaban por los derechos humanos. Algo que nos produjo un sentimiento de repulsa, pues no entendíamos cómo gente que luchaba por los derechos humanos podía secuestrar un tren y a sus pasajeros amenazándolos con la muerte.
Pero argumentaron que miles de seres humanos morían cada día por culpa del imperialismo y que unas vidas más no importaban ante las estadísticas de los que manejaban el mundo. Eso fue lo que nos dio algo de esperanza y nos mantuvo con ánimos frente aquellos forajidos.
La noche pasó lenta, el revisor repartía café por todos los vagones dando ánimos a todos los que allí se debatían en una angustia que no les dejaba ver cuanta verdad encerraba aquella prisión.
Malena se levantó de su asiento y se dirigió al secuestrador, diciéndole que desde ese momento quería estar al lado de ellos, yo hice lo mismo y en menos de una hora todos los pasajeros eran miembros de un comando que quería liberar al mundo de la injusticia.
El sol fue apareciendo y sus primeros rayos se filtraron a través de una de las ventanillas, por la radio pudimos escuchar el discurso del Presidente, que nos decía que haría todo cuanto estuviera en sus manos para liberarnos. Pero qué lejos estaba él de saber la verdad, una verdad que todos mantuvimos oculta, allí todos desempeñamos nuestros papeles a la perfección, unos éramos los secuestrados y otros los secuestradores, como si de una obra de teatro se tratase, claro que todos estábamos libres y allí nadie moriría.
Los miembros del comando redactaron un informe con todas las condiciones que el Gobierno debía de cumplir.
Todas eran peticiones para que se respetaran los derechos humanos, para que la injusticia que existía en el mundo acabara, y el Gobierno debía organizar una reunión urgente de todos los Estados y presionar a los Gobernantes para cumplir todas las resoluciones, sin que hubiera excepciones para ningún país.
El gobierno recibió el informe, pero no hizo nada de lo que en el se pedía. Reunieron al grupo de especialistas, en secuestros, de la policía, crearon un plan y tres días más tarde estaban dispuestos para liberar a los rehenes que, en este caso, no eran rehenes sino aliados de los terroristas.
Aquello nos puso las cosas difíciles y el comando se reunió para decidir qué hacer, decidieron que algunos de los allí secuestrados serían liberados, se optó por voluntarios, primero fueron cinco niños y sus respectivos padres, los que decidieron dar el primer paso.
Una vez liberados su función sería intentar convencer al gobierno de que cumpliera lo exigido, pero el gobierno hizo caso omiso. Los medios de comunicación pusieron su granito y desplegaron todos los reporteros en busca de carnaza para vender más. Lo que hizo aún más difícil que se llegara a un acuerdo, y los que allí estábamos de acuerdo para presionar y hacer el papel de rehenes, no entendimos nada hasta que tres días más tarde el grupo de especialistas tomó el tren sin contemplaciones.
En menos de media hora habían matado a los secuestradores y a más de cien rehenes. Malena y yo pudimos escapar saltando al exterior y ocultándonos en unos matorrales. El miedo nos hizo correr y para cuando cayó la noche ya estábamos a salvo refugiados en aquel caserón que habíamos visto al principio de aquella aventura.
Días más tarde nos encontrábamos en un pueblo disfrutando de su ambiente rural cuando, en el bar de la pensión donde nos hospedábamos, vimos por televisión la noticia del final del secuestro. Los cuerpos especiales habían asesinado a ciento cincuenta personas, los demás salieron ilesos, aquello fue una escabechina, pero el gobierno dijo: con los terroristas no hay piedad, ni negociación que valga. Los derechos humanos se fueron a la mierda y el estado se colmó de laureles y las encuestas sobre el partido que gobernaba lo dieron como ganador si en ese momento se celebraban elecciones.
salvador moreno valencia