Letras tu revista literaria

martes, 24 de abril de 2007

Nadin

Querida Nadin:
Quisiera, de algún modo, hacerte llegar estas letras. Lo que ocurre es que no sé el modo. A no ser que ponga carteles en las esquinas con mensajes que contengan tu nombre y mi mail por si decides, si los encuentras, escribirme.
Ni siquiera sé dónde puedo encontrarte.
Nos habíamos cruzado varias veces en la calle, donde suele cruzarse la gente corriente, las personas de a pie. Sin saber por qué compartimos miradas cómplices, sonrisas incitadoras llenas de júbilo. Un lenguaje sin palabras pero lleno de vida…
Entre aquella multitud nosotros éramos dos náufragos compartiendo la misma isla. Tú y el perro que tiraba graciosamente de ti. Yo y mi ausencia.
¡Ah Nadin! Era noche vieja cuando pudimos hablar por primera vez tras aquellos cruces de caminos. Tú y el perro, yo y mi ausencia, cruzándonos, hora en una esquina, hora en una calle, hora en un semáforo. Cuando te acercaste a la barra con tus amigos, no lo dudé, estabas tan cerca, y te dije todo lo que pensaba sobre nuestras miradas y sonrisas furtivas cuando nos cruzábamos en la calle. Fue grandioso comprobar que tú me recordabas de la misma forma que yo a ti. Tú y yo entre miles de personas. Islas.
Nosotros náufragos en una isla común compartiendo el espacio de las sonrisas, las caricias, los abrazos, los besos, los pensamientos, los sentimientos…
Pero mi torpeza hizo que mis oídos se cerraran, por la emoción de estar frente a ti y mi lengua, presurosa, se soltara ansiosa por hablar. Hablé demasiado mientras tú escuchabas sonriente. Olvidé todo lo que dijiste e incluso lo que dije yo fue a caer al ruinoso olvido oxidado por los efectos del etílico.
Demasiada emoción para un final de año; más copas, otros lugares, sin ti. Nos despedimos tras mi monólogo estúpido, pero…
Cómo no me iba a comportar como un niño inquieto ante tus profundos ojos negros. Cómo no caer rendido ante tus pies, ante tus labios sonrientes de rosado manjar digno de dioses.
-La próxima vez que nos veamos en la calle no dudaré en hablarte-, dije con la determinación del general que ha ganado una batalla.
-Por supuesto, yo también lo haré-, respondiste tú con tu cálida sonrisa y tus ojos brillantes.
-¡Hasta pronto!
-¡Ciao!
Yo seguí en compañía de mis amigos y tú de los tuyos. Dos islas acariciadas por diferentes mares. En aquel preciso instante habíamos dejado de ser islas, para convertirnos en veleros que navegaban, soplados por vientos distintos, guiados por timoneles que gobernaban, sobre el timón de nuestro destino, ajenos a nuestras voluntades.
El destino podía ponernos de nuevo el uno frente al otro en alguna calle, en alguna esquina de la ciudad donde habitábamos, incluso, viviendo tan cercanos, tan ajenos a nosotros mismos. Dos calles más arriba o más abajo. Sí, quizá, el destino volvería a unir nuestras velas sopladas por el viento de nuestras bocas deseosas de besos. Deseos de besos olvidados en confundidas lenguas babélicas.
La noche primera de dos mil siete transcurrió como transcurren la mayoría de fiestas de fin de año. Inaugurado quedaba el año cargado, como todos, de buenas intenciones, ilusiones y esperanzas para muchos y lo contrario para tantos otros. Porque el equilibrio ha de sopesarlo la balanza de lo positivo y lo negativo.
Amaneció el dos mil siete sin ti como tantos otros años habían amanecido con tu ausencia. Te recordé tan grácil con tu perro que seguiría tirando de ti con la alegría y chispa que caracteriza al animal feliz.
Sin tu presencia el día era otro cúmulo de rutinas y quehaceres forzados. Habías desaparecido pasando a formar parte de mis recuerdos. Llegó a tal grado mi desesperación, que incluso, pensé que no habías sido más que producto de mi imaginación, una treta urdida por mi mente buscando una salida, una puerta, un soplo de aire fresco que despejara mi mente como se despejan las noches de primavera dejando al descubierto un cielo radiante de estrellas.
La necesidad del amor era para mí acuciante. Moría, sin saberlo, por dentro, pero era por no tener amor. Ese amor hecho de pasiones, de caricias, de corazones ardientes, de abrazos, el amor propio de amantes enardecidos dispuesto a quemarse en sus llamas, las del amor vivo y fuerte, lleno de pureza…
Sí, o eras un producto de mi imaginación o realmente el destino me volvía a gastar una broma macabra, como dice la letra de cierta canción de Joaquín Sabina.
El día uno de enero me levanté algo resacoso y la primera imagen que vino a mi mente fue la de tus ojos y el momento en que por primera vez hablamos, quizá por última; todavía no he perdido la esperanza de encontrarte, incluso hoy, que he decidido escribirte ésta carta, cuando ha pasado tanto tiempo desde aquel encuentro, y no nos hemos vuelto a ver.
Noche vieja, fiel locura acompasada con copas de champagne y licores espirituosos, música y baile. Ojos egipcios pintados en rostros de color canela, dulces manjares, labios de fresa temprana y noches viejas embriagadoras.
Viejo lamento tras la incertidumbre que produce un día festivo de bailes y de copas y desprendimiento de los perjuicios. Tristeza que emerge del fondo de las entrañas como un mar sediento.
Tus ojos de repente clavados en los míos. El ayer perdido como perdiera el reino aquel Segismundo. Quizá la vida no sea más que eso, sueño. Tus labios desaparecidos en las horas del alba. Tus ojos confundiéndose entre los miles de ojos de transeúntes ensimismados. En la calle todas las miradas me parecían la tuya, sin duda, no lo eran. Ni tus labios aparecían ante mis ojos, ni tu grácil soltura al caminar asiendo la correa del perro que tan felizmente movía su rabo en tu compañía.
Llegué a envidiar a tu fiel compañero. No podía verlo, ni acariciarlo para poder hacer lo que tú, estar dentro de tu ámbito, de tu cotidianidad, quizá, exasperante, a veces, como lo es para el resto de los humanos.
Ya van hacer dos meses desde entonces. Todos los días salgo con la esperanza de volver a verte, sonreírte y hablarte… Pero nada indica que vaya a ocurrir el milagro.
-¡Hola Nadin, cómo me alegro de verte!
-¡Hola Dediegos cómo estás!
Invento diálogos y quisiera acariciar el lomo de tu fiel lazarillo que mueve feliz el rabo al verme. Lo he bautizado con un nombre, quise llamarlo Eros, pero me pareció algo cursi, una cursilería propia de un chico, de quince años, enamorado, locamente enamorado, así que he decido llamarle Zeus.
¿Enamorado? ¿De quién? ¿De un recuerdo idealizado? De una imagen que se va diluyendo con los días vaporosos de este mes de febrero donde el cielo plomizo entristece mi alma, donde la lluvia parece haberse instalado, a pesar de ese dichoso cambio climático. Lluvia, lágrimas de Eros que duerme desnudo en los caminos y en las puertas de las casas y que es siempre pobre. ¡Ah Eros!
He ideado mil acciones para encontrarte pero ninguna acaba por convencerme, soy demasiado convencional, estas ideas son el resultado de la incertidumbre que sufro por no hallarte.
Pero cómo pegar carteles con tu nombre en las esquinas, cómo voy a dejar un detalle tan importante abandonado al albedrío de otras personas que no dudaran en llamarme para burlarse de mí. Y si tú lees un mensaje de estos en una pared, por ejemplo, de tu calle, qué pensarás sino que soy un loco, e incluso puede que te de miedo pensar que anda alguien poniendo tu nombre en las paredes, interesado por ti. Probablemente no dudarías en ponerlo en conocimiento de la policía. Me llamarían, harían averiguaciones sobre mi vida, me tratarían como un obseso...
¡Ah Nadin! Cuánta incertidumbre. Si yo fuese como Ameli de Mon Maitre, eso sería genial. Te buscaría con artimañas de película. Sería divertido pero no dejaría de verse, por ajenos ojos, incluso, por los tuyos, como una locura.
Así que no me atrevo a desafiar al dichoso destino. Sueño con tus ojos, con tus labios, con tus dulces palabras, con tu suave tono de voz, con tu cálida sonrisa…
Te añoro y te echo de menos. ¡Ah Eros! Cuan desgraciado me has hecho a la vez que me congratulas con la esperanza de la dicha de volver a encontrarla.
¡Nadin! Sin haber sido tuyo te he perdido. Cómo sufrir la desesperación que produce pérdida tan grande. ¡Un amor imposible! El platónico amor que quedará relegado para siempre en mi memoria, la ausencia de la dicha.
Necesito de caricias, de abrazos, de tus manos suaves donde se vislumbra el azulado hervir de tus venas que hacen latir tu corazón, cuánto daría para que latiese junto al mío.
Vida de mi vida, de la tuya, de la nuestra, isla de éste náufrago, taberna de éste marino errante.
Veleros azotados por la ira de Eolo surcan mares distintos, destinos cruzados una mañana fría de otoño, donde las hojas doradas estaban creando un crujiente manto de espinas para el olvido.
¡Nadin! Tú en los amaneceres, en los atardeceres; en las negras nubes que amenazan con descargar sus vientres de agua sobre pobres infelices solitarios. ¡Nadin! Tú en la lluvia de ésta tarde en la que contemplo, un sol brillante asomarse entre las nubes; durmiéndose entre sus algodones de agua mi mente para soñar contigo.
¿Nadin dónde estás? ¡Eres mi sueño!
Pego carteles sobre las paredes húmedas y sedientas de sol, el óxido del tiempo se enreda en los pliegues de un folio blanco garabateado con un mensaje y un mail.
En ésta ciudad babélica, llena de náufragos que buscan sus islas como yo busco la mía, deambulo divagando pensando en ti.
Islas desiertas, desconocidos mares.
¿Serás tú, por fin, mi isla, Nadin?
¡Ah Nadin!
¡Espejismo en la arena!
Mail: dediegos@hotmail.com


Fuengirola 03 de febrero de 2007

Dediegos Gracia García

© Salvador Moreno Valencia