Letras tu revista literaria

jueves, 25 de enero de 2007

Dos relatos sobre mascotas

Silvestre
Silvestre se marchó ayer. Silvestre es un gato que desde que tenía un mes me hacía compañía, ahora va a cumplir siete meses.
¡Si lo hubieras visto!
Gris y con los ojos esmeraldas. Se tumbaba sobre mi pecho y con su ronroneo me llevaba al mundo de los sueños. Correteábamos por campiñas doradas en otoño, por campos de amapolas en primavera, en verano nos tumbábamos en el suelo para refrescarnos.
El invierno llegó con su ausencia.
Ayer al abrir la puerta para recoger la correspondencia se escapó con la intención de conocer el mundo. Ahora le pongo la comida, el agua y su caja de tierra en el portal. Por si vuelve cansado de sus correrías y no me encuentra en casa.
Y yo me voy por la calle abajo de los sentimientos.
¡Si lo hubieras visto!
Con su rabo alzado como un timón siguiendo mi rastro como si fuera un perro.
Por las mañanas me despertaba con su maullido. Y por las noches cuando llegaba cansado me acariciaba con su lomo.
Silvestre cuando tenía tres meses se comió a Morgan, mi canario amarillo. Fue una vez que estuve fuera de casa varios días y cuando volví el canario había desaparecido. Aquella tarde cuando vi, la jaula de Morgan por los suelos, comprendí que había pasado a mejor vida. Seguro que ahora estaba cantando en el cielo de los canarios, rodeado de canarias y comiendo grandes hojas de lechuga, que le encantaban.
Silvestre se marchó ayer a conocer mundo, creo que será el gato más bravo. Cualquier tarde regresará cansado y desvalido por las reyertas callejeras, al fin y al cabo Silvestre es un gato y yo no quiero privarlo de libertad. Encerrado todo el día esperando que yo regrese, a veces cansado, a veces borracho de la vida y roto porque en la calle de los sentimientos alguien me clavó un puñal por la espalda y me rompió en dos.
Seguro que Silvestre alguna vez vuelve cansado y borracho de la vida porque alguna gata le dio un zarpazo y lo partió en dos.
Entonces nos sentaremos en el alféizar de la ventana y los dos corretearemos por campiñas doradas y campos de amapolas.



Rohipnol
Tenía unos seis meses cuando me hice cargo de él.
Me lo regaló un señor mayor, al que yo trataba de Don. Don Federico, siempre lo respeté por su forma de ser y por su trabajo, había criado a once hijos y ayudado a traer al mundo a más de medio pueblo, por eso siempre le guardaré respeto. Ahora sé que está en el cielo de los hombres rodeado de niños.
A lo que iba, Don Federico me pidió que me hiciera cargo de un cachorro de pastor escocés que una de sus hijas o hijos, ahora no lo recuerdo muy bien, habían traído a casa.
¡Lo tenías que haber visto!
Con su pelo largo y sus orejas caídas en sus puntas, y aquel rabo peludo. Con la pechera y las puntas de las patas blancas.
¡Tenías que haber visto aquel cachorro!
Con sus ojos brillantes y tan vivos, con su nariz alargada y terminada casi en punta y aquella viveza con la que saltaba y ladraba. Don Federico me pidió que me lo llevara, porque le estaba destrozando el jardín. A Don Federico le gustaban mucho las plantas y el puñetero cachorro se las estaba destrozando.
¡Tenías que haberlo visto!
Jugueteando con las piedras y enterrándolas bajo las plantas en el jardín de Don Federico.
Le compré un collar de cuero y una correa para llevarlo conmigo, siempre lo llevaba conmigo. Le daban miedo las alcantarillas y los cohetes, probablemente cuando chico alguien lo debió asustar echándole algún petardo o metiéndolo en una alcantarilla. No había medio de hacerlo pasar por encima de una de ellas.
¡Tenías que haberlo visto!
Lo llevé a casa de mis padres y luego el tiempo y la calle de los sentimientos me llevaron a independizarme y lo llevé conmigo a un pequeño apartamento donde me fui a vivir con mi novia.
Todos los días lo sacaba cuando todavía era cachorro. Era noble y servicial y pasó el tiempo y fue creciendo y se hizo un perro adulto e incluso era más noble. Por las mañanas lo dejaba ir solo y siempre volvía y si no me encontraba en casa, me buscaba en casa de mis padres, a los que iba a visitar cada dos o tres días, o en casa de los padres de mi novia y así hacía el recorrido hasta encontrarme.
¡Tenías que haberlo visto!
Cuando me encontraba daba saltos de alegría y saludaba con su peculiar ladrido.
Y yo seguía por la calle abajo de los sentimientos.
Era noble y fiel, juguetón como un cachorro. Una mañana le abrí la puerta, como todas las mañanas y después de hacer su ronda, visitando a la familia volvió. Me marché a trabajar y cuando volví lo encontré allí postrado, tendido sin poderse mover. Tenía casi tres años y allí estaba gimiendo, me miró con los ojos tristes, intentó levantarse pero no pudo.
Me acerqué a él y cuando lo acaricié se quedo en silencio como si en mis caricias hubiera encontrado alivio a su dolor. Lo llevé al veterinario para saber qué le ocurría. El veterinario me dijo que tenía una insolación. Había estado en la terraza de la casa tendido al sol, era agosto, cogió una insolación. Regresamos a casa, le di agua y con paños fríos le daba por la cabeza y le refrescaba el cuerpo. Una insolación.
¡Tenías que haberlo visto!
Con sus ojos tristes y su llanto amargo. Pasé varias horas junto a él. Hasta que de nuevo me llamó la obligación y volví a irme por la calle abajo de los sentimientos. Vinieron los municipales a mi trabajo para avisarme que un vecino se había quejado de los gemidos del perro que lloraba en su agonía. Fui con ellos, subí a casa y allí estaba gimiendo en su dolor. Cuando me vio entrar me miró con los ojos aún más tristes y guardó silencio. Lo cogí en los brazos, lo bajé hasta el coche y lo volví a llevar al veterinario. El veterinario lo miró y lo remiró.
Su veredicto ya no fue el de una insolación, sino el de un envenenamiento. Estricnina, dijo con voz seca. Ese veneno paraliza las extremidades y lo va matando poco a poco. Creo que habrá que sacrificarlo.
Lo llevamos a la perrera municipal. Cuando lo bajé del coche no gemía apenas. Ya sólo eran unos sollozos, su dolor se iba adueñando de todo su cuerpo y el noble y fiel perro que fue se abandonó a su destino.
¡Tenías que haberlo visto!
Cómo se resignó al dolor, al sufrimiento.
¡Tenías que haberlo visto!
Cómo me miraba con sus ojos que se apagaban. Lo pusimos en una de aquellas perreras. Estaba vacía, tenía un buen colchón de paja seca. Allí lo acaricié por última vez. Lo miré a los ojos fijamente, él me miró con una mirada de agradecimiento que recordaré mientras viva.
Y yo me fui calle abajo de los sentimientos.
Al día siguiente un vecino me preguntó si yo solía ponerle comida al perro en la escalera. No reparé en ello. Había unos restos de comida, los recogí y los llevé al veterinario que, tres días más tarde, me llamó con el resultado del análisis. Estricnina, te lo dije. Dijo la voz tras el auricular. Alguien está poniendo veneno en tu barrio. Pero a qué salvaje podría ocurrírsele una barbaridad así.
Poco después en el barrio aparecieron otros perros con los mismos síntomas, creo recordar que nadie se preocupó de investigar. Yo supe años más tarde, que sobre la puerta del salvaje que puso el veneno, colgaba un escudo de nobleza.
Fue tarde para entonces, si alguien mereció alguna vez el escudo de nobleza, fue aquel perro que llamé Rohipnol, rohi para los amigos y no el desalmado noble que lo envenenó.
© Salvador Moreno Valencia