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domingo, 10 de diciembre de 2006

El efecto mariposa

El efecto mariposa

A las cuatro en punto de la tarde, minuto arriba, minuto abajo, un barco hace su entrada en el puerto.
A esa misma hora, minuto abajo, minuto arriba, un señor con gafas entra en una cafetería.
El barco lleva realizando la acción de entrar al puerto desde que saliera del armador, hace casi quince años.
El hombre de gafas realiza la acción de entrar en la cafetería, también desde hace unos quince años, precisamente desde que él aprobó las oposiciones convirtiéndose en funcionario público.
¿Qué pueden tener de común estas situaciones? Nada, excepto que se producen, cada día, a la misma hora.
Pero ésta tarde ha sucedido algo impensable. El barco ha encallado en la entrada del puerto. Sin embargo, el funcionario ha hecho su entrada en la cafetería a la misma hora, sin que nada le haya impedido hacerlo.
Tanto el señor de gafas como el patrón del barco son ajenos, el uno del otro, además de que desconocen dichas coincidencias.
Cada uno de ellos realiza su función, digamos que cada uno hace acto de presencia en su escena cotidiana sin saber nada del otro. Sin imaginar que éstas acciones que llevan a cabo cada día, puedan ocasionarles algún contratiempo.
El efecto mariposa para ambos es desconocido y por tanto carece de sentido y valor.
El patrón del barco se irrita al cometer semejante error. ¿Cómo puede haber cometido una torpeza similar? Tantos años realizando la misma maniobra, a la misma hora, con buen tiempo, con temporal y siempre ha llegado perfectamente al puerto. Conoce el lugar como la palma de su mano. Pero ésta tarde algo lo ha lanzado sobre las rocas, y lo peor para él es que acaba de perder parte de su carga. Unas treinta cajas de pescado recién extraído de las profundidades del abismo marino. El trabajo de un día completo tirado por la borda, nunca mejor dicho.
El señor funcionario de gafas, pongamos que se llama Aurelio, sí, Aurelio Benítez Sánchez, eso es, un nombre y apellidos corrientes. A él nunca le ha ocurrido nada en particular, nada que se salga de lo habitual, su ordinaria y esquemática vida. Su vida ha sido y es un tránsito de acciones organizadas con meticulosidad extrema, rayando la obsesión. Nada escapa al azar. Todo está esquematizado. Ni siquiera el destino escapa al cuadrante con el que regula su existencia.
El efecto mariposa.
Al patrón del barco, que acaba de encallar a la misma hora en que Aurelio entra en la cafetería, también habrá que ponerle un nombre y unos apellidos de común y ordinario, corrientes como el de muchos, está bien: Antonio Aranda Pérez, será un buen nombre.
Ni Aurelio, ni Antonio saben, tampoco intuyen que las circunstancias en las que se van a ver envueltos, tienen un factor común, o un denominador.
Aurelio como cada día entra en la misma cafetería a las cuatro de la tarde, pide un cortado con un chorreoncito de leche fría. Lo bebe de tres tragos, exactos tragos de sabor cafetero. Paga religiosamente con dos monedas: de cincuenta y veinte céntimos. Y luego vuelve sobre sus pasos, entra en la oficina donde trabaja hace quince años.
Mientras tanto, el pescado que ha vuelto al mar va siendo empujado por las olas hacia la orilla. Allí se reúnen cientos de gaviotas que con sus estridentes graznidos se lanzan sobre el festín.
Minutos más tarde otra bandada, no de pájaros, sino de personas, se abalanza también sobre el preciado festín, disputando con las gaviotas el pescado que yace sobre la arena.
Aurelio hace su trabajo como cada día. Escrupuloso. Esquemático. Archiva. Introduce datos. Enter. Alt G. Control C. Control V. hasta las siete de la tarde que dará por finalizada su jornada laboral.
Antonio grita a sus marineros para evitar males mayores. Pide ayuda por radio. Un barco grúa acude en pocos minutos. Remolca al Rosario del viento hasta el armador.
Al menos no se ha perdido todo, se dice el patrón tomando el asunto por el lado positivo. Pero el día está perdido y casi toda la pesca destrozada; hay que pagar los jornales, los gastos y el arreglo, pero podría haber sido peor.
Aurelio sale de su trabajo en el mismo momento en que el Rosario del viento entra en el hangar. De repente ha decidido cambiar de recorrido. Decide ir de regreso a su casa por otro camino. Algo impensable en él. Hay en su interior algo que lo empuja a tomar esa determinación y en el exterior, como si fuese un imán, algo que lo atrae hacia un lugar.
El efecto mariposa.
Y Aurelio llega a la playa sin saber cómo y sin preguntarse por qué. Oye las gaviotas como locas chillando. Se acerca. Ve la tragedia. Piensa en una catástrofe ecológica. Miles de peces muertos sobre la arena. Se plantea su existencia mirando sobre la arena esos miles de ojos saltones que lo miran a él, por qué. Un hombre se acerca al verlo. Le cuenta lo sucedido y Aurelio decide, como todos, llevar a casa un poco de pescado para sorprender a su querida esposa. Al recoger su botín se pincha en el dedo índice con una púa de algún pescado y siente un fuerte y agudo dolor. Al rato ha olvidado el dolor y el pinchazo y como un niño con zapatos nuevos, regresa feliz con la cena.
Antonio en ese momento sale del astillero y va a visitar a su amante, visita que ha estado haciendo con puntualidad escrupulosa, desde hace unos quince años. Hoy llegará un poco tarde de modo que la visita ha de ser breve. Antonio estrecha en sus brazos a su amada reconfortando de algún modo la pérdida.
Aurelio llega al portal del edificio donde vive.
Antonio azorado por la pasión hace el amor con su amante en el pasillo.
Aurelio sube los tres tramos de escalera.
El efecto mariposa.
Rosario grita de placer.
Aurelio saca las llaves del bolsillo.
Antonio aprieta con fuerza todo su cuerpo contra el de su amante como si fuese el viento envistiendo a las olas.
Rosario gime convulsionado su cuerpo.
Aurelio abre la puerta, el dedo índice se ha hinchado y tiene un color morado nauseabundo. La bandada de gaviotas lucha por los peces del Rosario del viento.
El índice se agita con odio y rabia. Señalando al efecto mariposa apretando su pus virulenta sobre el ojo de un pez volador.
©salvador moreno valencia