Letras tu revista literaria

miércoles, 29 de noviembre de 2006

Momentos

A la hora exacta, en la madrugada, la soñé en un lugar imaginario donde las olas se confunden con el brillo de la luna.
Era esa hora en la que el efecto, de las cervezas, creaba en mi cabeza caballitos de mar, sirenas de plata, veleros blancos empujados por el viento. La hora de la sentencia, el amargo trago del amor, me bebí la soledad en una barra de nostalgia, en la barra de ese bar donde palpitan los sentimientos de seres solitarios. Allí me la tomé de un trago y la sentí correr por mi garganta quemando mi esófago y encendiendo una llama en la boca del estómago. Era la novena cerveza o la décima porque a la novena siempre pierdo la cuenta y la cabeza.
Ella, fría, calculadora, me atajó sin rodeos y me pidió que la dejara tranquila, que le apetecía estar sola. Es así, orgullosa. Sentenció con el brillo de sus ojos y en sus labios corrían los deseos y los prejuicios. Y fueron los cristales de su boca los que nos separaron una vez más.
Era la hora exacta, la del tiempo detenido, la del silencio amargo, la del reloj de arena en la playa de su vientre, en las crestas de sus pechos.
En la cerveza número once o doce, quizá en la primera perdí de nuevo en el amor, gané en el olvido y me retiré a dormitar en los espejos moribundos de las calles vacías. Caminé toda la noche hasta que el alba me sorprendió un día más, embriagado de amargos tragos, dando tumbos, observado por las ventanas cerradas del amor, del calor interno, del sueño perdido.
La luz del sol me estalló en los ojos que se llenaron de lagrimas muertas, de llanto olvidado en el camino. Regué las calles empedradas de esa ciudad soñada con una larga meada de cervezas y de noches rotas. La forja de las rejas me hablaba de encierros, de cárceles.
Sueños amputados, secuestrados por el calor de sabanas engarzadas a cuerpos sudorosos. Sus labios, sus pechos, su agujero infinito, su aliento macilento enfrascado con el mío cargado de cervezas y de cigarros de melancolía. Mis labios, mi torre de Babel asaltando esos puntos en los que se rompen los cristales y ya nada nos separa.
Era la hora de la realidad, de la puesta en escena de los prejuicios y los cristales se empañaron alejándonos una vez más. Así de nuevo desperté a la hora en la que se despiertan los noctámbulos. El almuerzo me la devolvió en el sabor de la sopa y la primera cerveza estalló en mi estómago y comencé un día más, una noche que se ajetreaba por ser viernes y los deseos cabalgaron en tropel a lomos de otros ojos, otros labios.
La luna saltó de su cama y fue regando los rincones oscuros en los espejos y los cristales se rompieron a la novena o décima cerveza.
Siempre pierdo la cuenta y la cabeza. Me refugié en los pechos calientes de una mujer y desperté abrazado a la botella.
© Salvador Moreno Valencia